PAPA FRANCISCO

Quién era Jorge Mario Bergoglio antes de ser papa: la historia del papa Francisco antes de su pontificado

¿Y si Bergoglio nunca hubiera sido papa? Antes de vestir de blanco, soñó con casarse, estudió química y casi muere en un quirófano. La historia del papa Francisco podría haber sido completamente distinta.

📌 Muere el papa Francisco a los 88 años

Miriam Méndez

Madrid |

El Papa Francisco en una foto de archivo
El Papa Francisco en una foto de archivo | Europa Press

Si un solo instante hubiese cambiado, Jorge Mario Bergoglio jamás hubiera sido papa. Quizá habría pasado su vida entre tubos de ensayo, dedicado a la química. Tal vez habría formado una familia y su nombre nunca habría trascendido las fronteras de Argentina. Pero el destino tenía otros planes. Antes de convertirse en Francisco, antes de vestir de blanco y habitar el Vaticano, fue un joven porteño con inquietudes, con dudas, con sueños que parecían conducirlo a cualquier camino, excepto a aquel que lo llevaría a convertirse en el líder de la Iglesia católica.

Estuvo a punto de abandonar el sacerdocio por amor. Una enfermedad grave amenazó con arrebatarle la vida. En plena dictadura, su voz estuvo al borde del silencio. Sin embargo, cada obstáculo, cada giro inesperado, terminó moldeando su trayectoria. Desde las calles de Buenos Aires hasta la estricta formación jesuita, desde limpiar suelos en un seminario hasta desafiar estructuras de poder, la historia de Bergoglio antes del papado no fue un destino trazado con certeza, sino una cadena de decisiones, crisis y momentos clave que definieron su camino.

Este es el relato del hombre que casi no fue papa. O, más bien, del hombre que solo llegó a serlo porque, antes, fue muchas otras cosas.

Un viaje marcado por la sabiduría del destino

Europa aún no se reponía del todo de las heridas de la Primera Guerra Mundial cuando, en enero de 1929, la familia Bergoglio dejó atrás su Piamonte natal para buscar un nuevo comienzo en Argentina. En la cubierta del trasatlántico Giulio Cesare, Rosa Vassallo, la matriarca del clan, mantenía la mirada fija en el horizonte. Bajo su imponente abrigo de visón —que desentonaba con el calor sudamericano que los recibiría—, ocultaba algo más que nostalgia: entre las costuras del forro, cuidadosamente cosidos, viajaban los billetes que habían obtenido tras vender sus bienes en Italia.

Los Bergoglio no habían podido abordar el Principessa Mafalda, el lujoso transatlántico en el que esperaban cruzar el Atlántico. La demora en la venta de su confitería y otras propiedades truncó su plan inicial, sumiéndolos en la incertidumbre. Sin embargo, lo que en su momento sintieron como un revés, pronto se convirtió en una señal del destino: el Principessa Mafalda naufragó en las costas de Brasil, dejando cientos de muertos.

Cuando finalmente pisaron suelo argentino, la familia viajó hasta Paraná, donde los esperaban parientes que habían emigrado años antes y habían logrado cierta estabilidad con una empresa de pavimentación. Pronto, los Bergoglio prosperaron y levantaron una imponente casona donde cada piso albergaba a una de las ramas familiares. Pero la bonanza no duró mucho. En 1932, con el país sumido en la crisis de la Década Infame, lo perdieron todo.

Mario José, el padre de Jorge Mario Bergoglio, entendió que debían reinventarse. Se trasladó a Buenos Aires, donde abrió un modesto almacén. Fue allí donde conoció a Regina María Sivori, con quien formó una familia numerosa y trabajadora. Juntos, lograron superar las dificultades y criaron a cinco hijos: Jorge Mario, Oscar Adrián, Marta Regina, Alberto Horacio y María Elena.

En medio de aquella Argentina convulsa, en una casa de valores firmes y profundas creencias, creció el niño que, años más tarde, se convertiría en el papa Francisco. Su mayor faro en la fe fue su abuela Rosa, quien no solo inculcó en él el amor por la religión, sino que dejó una huella indeleble en su corazón.

Su infancia en el barrio de Flores: juegos, fe y primeros amores

En las calles adoquinadas del barrio porteño de Flores, donde el perfume de los naranjos se mezclaba con el bullicio de los niños jugando a la rayuela, creció Jorge Mario Bergoglio. Su hogar estaba en Membrillar 531, una casa modesta pero repleta de afecto, donde su familia inculcaba valores de esfuerzo y humildad. Allí, en aquellas veredas que se llenaban de risas infantiles, comenzó a forjarse el carácter del hombre que años más tarde llegaría a ser el líder de la Iglesia Católica.

No obstante, su primera educación no fue en la iglesia ni en su hogar, sino en el Jardín de Infantes del Instituto Nuestra Señora de la Misericordia, donde, con apenas cuatro años, aprendió a rezar y a entonar los primeros cánticos de la misa. Sus primeros recuerdos de la fe quedaron marcados por la ternura y la disciplina de las monjas que dirigían el establecimiento, aunque este solo admitía niñas. Así, al iniciar la primaria, continuó su formación en la Escuela Nº 8 "Pedro Antonio Cerviño", pero mantuvo el lazo con las religiosas de la Misericordia. En su infancia, los rezos y la vida cotidiana se entrelazaban de manera natural: mientras subía y bajaba las escaleras del instituto, sin saberlo, también aprendía a contar, como recordaría la hermana Rosa, quien lo veía con cariño incluso en sus últimos años de vida.

Pero no todo era estudio y devoción en su infancia. En el barrio, entre tardes de juegos y picardías, surgieron también los primeros sentimientos de amor. A solo dos casas de la suya vivía Amalia Damonte, una vecina con la que compartía la infancia y los secretos inocentes de la niñez. A los doce años, en un gesto propio de los románticos de antaño, Jorge Mario le escribió una carta confesándole sus sentimientos y asegurándole que algún día se casarían. Pero aquella ilusión temprana se desvaneció pronto: los padres de Amalia descubrieron la carta y, con la severidad de la época, le prohibieron volver a verlo.

Su adolescencia marcó el inicio de un nuevo camino. A los 13 años, junto con su hermano Oscar, ingresó como pupilo en el Colegio Wilfrid Barón de los Santos Evangelios, una institución salesiana en Ramos Mejía. Allí, lejos de su familia, el joven Bergoglio encontró refugio en el estudio y la espiritualidad. Su desempeño académico reflejaba su vocación: era un alumno brillante, con especial interés por la Religión, asignatura en la que obtenía un promedio perfecto de 10. Su conducta intachable también lo distinguía entre sus compañeros, quienes lo veían como un referente silencioso pero firme en sus convicciones. No en vano, al finalizar su breve paso por el colegio, recibió el Primer Premio de Conducta y el Premio Religión y Evangelio.

Pero la formación de Bergoglio no solo se daba en las aulas. En su hogar, el trabajo era parte de la vida cotidiana. "No pasábamos necesidades, pero en casa no sobraba nada", recordaría años después. Apenas terminó la primaria, consiguió su primer empleo en una fábrica de medias. Era un joven trabajador y comprometido, que comprendía que el esfuerzo era el camino para salir adelante.

En 1950, ingresó en la Escuela Técnica Nº 27 "Hipólito Yrigoyen" para cursar sus estudios de Educación Secundaria. Allí, su carácter comenzó a perfilarse con mayor claridad: era estudioso, de perfil bajo, pero con ideas firmes y convicciones inquebrantables. Durante aquellos años, la política atravesaba la vida de los argentinos, y Jorge Mario, como muchos jóvenes de su generación, no era ajeno a ello. Llevaba con orgullo un escudo peronista en la solapa del uniforme, desafiando las normas del colegio, donde estaba prohibido portar insignias políticas. Sus profesores lo amonestaron en tres ocasiones antes de que finalmente aceptara retirarlo. Este pequeño acto de rebeldía adolescente revelaba ya una de sus características más distintivas: su capacidad para sostener sus creencias, aun ante la autoridad.

A los 21 años, la vida le impuso una prueba inesperada. Una grave neumonía lo llevó al hospital y, tras varios estudios, los médicos descubrieron tres quistes en su pulmón derecho. La única opción era una cirugía mayor: le extirparon parte del lóbulo superior. La recuperación fue larga y dolorosa, pero en mitad de aquel sufrimiento encontró consuelo en la fe. Una monja que lo visitaba en el hospital le dijo: "Lo estás imitando a Jesús", palabras que se grabaron en su corazón y le dieron paz en el proceso de sanación.

Aquellos años en el barrio de Flores, con sus juegos en la plazoleta Herminia Brumana, sus primeras lecciones de fe en la escuela de monjas, sus amores infantiles y sus desafíos de juventud, fueron el cimiento de la personalidad de Jorge Mario Bergoglio. A través de cada experiencia, aprendió a valorar el esfuerzo, la humildad y el compromiso con los demás, principios que marcarían el resto de su vida.

El día que cambió la vida de Jorge Mario Bergoglio

Era una tarde primaveral de 1953, y Jorge Mario Bergoglio se disponía a disfrutar de un día con sus amigos. Lo esperaban en la estación de tren para ir de picnic, una salida habitual para los jóvenes del barrio de Flores. Antes de encontrarse con ellos, decidió hacer una breve parada en la parroquia San José de Flores. Entró al templo, como tantas otras veces, con la intención de rezar y confesarse. Lo que ocurrió en aquel confesionario nunca pudo explicarlo con precisión, pero fue un instante de absoluta claridad, una revelación interior que marcó su destino para siempre.

Cuando salió de la iglesia, el plan del picnic había quedado atrás. Sus amigos lo esperaban, pero él no fue. En lugar de dirigirse a la estación, caminó de regreso a casa, sumido en pensamientos que lo acompañarían por el resto de su vida. Algo en su interior había cambiado: sentía el llamado de Dios con una fuerza que no podía ignorar.

Aquel despertar vocacional no se tradujo en una decisión inmediata. Pasaron cuatro años hasta que, con la convicción firme, ingresó al seminario de Villa Devoto. No quería ser un sacerdote común, sino un jesuita. Lo atraía el espíritu de misión, la entrega absoluta, la posibilidad de llevar la fe a los rincones más necesitados del mundo. Japón era su gran anhelo. Sin embargo, su salud puso un freno a ese sueño: los médicos desaconsejaron su viaje debido a su debilidad pulmonar, secuela de la grave enfermedad que había sufrido años antes.

A pesar de aquella limitación, Bergoglio nunca dejó de lado su vocación de servicio. Su abuela Rosa, la figura que más había influido en su espiritualidad, le había inculcado desde pequeño la devoción por los humildes y la importancia de estar cerca de los más necesitados. Esa enseñanza se convirtió en el motor de su vida sacerdotal.

"Es sacerdote desde que tengo memoria", diría años después su sobrino y ahijado de confirmación, Pablo Narvaja, hijo de su hermana Marta Regina. "Siempre fue una autoridad, pero no por imponerse con palabras, sino por su conducta. Su vida austera, su solidaridad con los más vulnerables, su compromiso con los demás… Todo en él nos llevaba a entender que no había que fallarle a la gente que esperaba algo de nosotros".

Bergoglio asumió ese deber con total entrega. La vocación que había sentido aquella tarde en San José de Flores se convirtió en el eje de su vida. Su misión no sería en tierras lejanas, como soñaba, sino en su propio país, entre los más necesitados, en las calles y villas donde la fe debía convertirse en acción.

Un vínculo que jamás se rompió

Para sus sobrinos y primos, Jorge Mario Bergoglio no era solo el tío sacerdote; era una figura de referencia, una presencia que guiaba con firmeza y ternura. “Una palabra de él nunca se podía desechar así sin más, siempre había que meditar sobre ella”, ha recordado en varias ocasiones Pablo Narvaja, su sobrino y ahijado de confirmación. Pero más allá de su sabiduría y autoridad moral, lo que lo distinguía era su papel de protector. En los momentos en que los conflictos familiares amenazaban con abrir distancias, él era el hilo que mantenía a todos unidos, el pastor que no permitía que ninguno de los suyos se extraviara.

Desde su juventud, Bergoglio inculcó a su familia la importancia del compromiso y la responsabilidad. Enseñaba catequesis junto a sus sobrinos en las parroquias del barrio de Flores, y era inflexible cuando se trataba de valores. “Una vez caminé hasta Luján, volví agotado y al día siguiente no fui a la catequesis. Cuando se enteró, me echó por seis meses”, recordaba Pablo en una entrevista en el Diario La Nación , con una mezcla de respeto y admiración. Para él, cumplir con la palabra dada era sagrado.

Cuando en 1992 fue nombrado obispo, sus nuevas responsabilidades lo alejaron físicamente de las reuniones familiares. Sin embargo, su influencia permaneció intacta. Más que con discursos, transmitía su visión de la vida con hechos: la austeridad, el trabajo incansable por la justicia, el compromiso con los más necesitados. Defendía con firmeza la idea de que “con los pobres no se hace política” y que la verdadera ayuda debía ser discreta, sin alardes ni publicidad.

Su ética inquebrantable se extendía a su propia familia. Detestaba el nepotismo y dejó claro desde siempre que nadie debía esperar privilegios por llevar su apellido. “Los que ahora sugieren que vaya a buscar trabajo al Vaticano no conocen a mi tío”, sentenciaba Pablo Narvaja. La fe y el servicio eran, para él, un llamado personal, no un medio para obtener ventajas. No sorprendió, entonces, que su sobrino José Luis siguiera su camino y se uniera a la Compañía de Jesús, perpetuando la vocación que Jorge Mario había abrazado con tanta convicción.

Bergoglio, aún en la distancia, continuó siendo el pastor de su propia familia, guiando con el mismo amor y determinación con los que, años después, lideraría a toda la Iglesia.

El papa Francisco: un pastor con los pies en la tierra

Desde sus primeros años como sacerdote hasta su llegada al papado, Jorge Mario Bergoglio mantuvo una esencia inalterable: la sencillez. Nunca se dejó llevar por los títulos ni por las comodidades del poder eclesiástico. Para quienes lo conocieron antes de que se convirtiera en Francisco, sigue siendo el mismo: un hombre de mirada afable, de caminar sereno y de zapatos gastados, casi al borde de romperse. Y si bien el mundo lo llamaba "monseñor" o "cardenal", él prefería la cercanía de un simple "padre".

El compromiso con los más humildes no fue una pose ni una estrategia pastoral, sino una convicción que marcó su vida. No predicaba desde un púlpito distante; caminaba las villas, escuchaba a sus habitantes, compartía un mate (en países como Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil, "juntarse a tomar mates" es un símbolo de cercanía, es un motivo para reunirse), y se sumergía en la realidad de los que menos tenían. Su mensaje contra la desigualdad no se limitaba a los sermones, sino que se reflejaba en cada gesto cotidiano. Para él, la Iglesia debía estar donde más se la necesitara. “Es clave que los católicos, tanto los clérigos como los laicos, salgamos al encuentro de la gente”, le dijo a sus biógrafos Sergio Rubín y Francesca Ambrogetti.

Como arzobispo de Buenos Aires, nunca vistió las ropas fastuosas de su cargo. Su sotana negra, sin bordados ni lujos, era la misma de siempre. No llevaba la cruz de oro que solía distinguir a los altos prelados, sino una sencilla medalla de la Virgen María Desatanudos. Su forma de trasladarse también hablaba de su humildad: el transporte público o sus propios pies eran sus únicos medios. Una vez, viajando en la línea A del subte porteño, un hombre le comentó que se parecía al cardenal Bergoglio. “¿Y usted qué piensa del cardenal?”, le preguntó. “Que es una buena persona”, respondió el pasajero. “¡Gracias! Soy yo”, le dijo con una sonrisa.

Su austeridad era radical. Rechazó las residencias cardenalicias de Belgrano y Olivos y prefirió instalarse en un pequeño departamento del arzobispado, usado ocasionalmente por los sacerdotes de paso. Almorzaba en la cocina de la curia con las hermanas y secretarias, y después de comer, sin ningún tipo de superioridad, ayudaba a lavar los platos. Por las noches, se calentaba la comida en el microondas, sin exigencias ni lujos.

Pero esa misma sencillez no le impedía tener una chispa de picardía y una pasión terrenal. Hincha fervoroso de San Lorenzo, no dudó en llamar al exjugador Alberto “Beto” Acosta cuando el equipo atravesaba una mala racha. “¿Para qué te fuiste? Ahora no le hacemos un gol a nadie”, le reclamó con humor. Desde 2008, figuró como socio del club que hoy celebra con orgullo tener entre sus hinchas a un hombre que trascendió las canchas y la historia misma.

Cuando el 13 de marzo de 2013, día en que fue nombrado papa, salió al balcón del Vaticano y se presentó como Francisco, lo hizo con la misma naturalidad de siempre. “Vinieron a buscar al papa al fin del mundo”, dijo, arrancando sonrisas a millones de fieles. Pero la realidad es que no lo fueron a buscar tan lejos: el pastor de los humildes siempre estuvo en el mismo lugar, caminando entre su gente.

Un pastor incómodo para el poder

Desde su llegada al arzobispado de Buenos Aires el 28 de febrero de 1998, Jorge Mario Bergoglio dejó claro que su misión no era complacer a los poderosos, sino interpelarlos. “La Arquidiócesis de Buenos Aires está de asamblea”, solía repetir, enfatizando su compromiso con una Iglesia que no debía quedarse en la contemplación, sino involucrarse en las realidades más crudas de la sociedad. Su mirada crítica no distinguía colores políticos ni intereses sectoriales. Su mensaje, sin concesiones, incomodaba tanto a los dirigentes como a las élites económicas.

La relación con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner osciló entre la tensión y el distanciamiento. En un principio, el entonces presidente Néstor Kirchner lo recibió con cortesía, pero la cordialidad no tardó en desvanecerse. En 2004, durante una homilía en la Catedral Metropolitana, Bergoglio lanzó una advertencia contra el exhibicionismo y los discursos vacíos que no se traducían en verdaderos cambios para los más necesitados. La respuesta del mandatario fue contundente: al año siguiente, decidió no asistir al tradicional tedeum (celebración y agradecimiento por el Día de la Patria Argentina) del 25 de mayo. Ante esta ausencia deliberada, la arquidiócesis optó por suspender la ceremonia, marcando un punto de inflexión en la relación entre ambos.

Los sindicatos tampoco escaparon de su mirada crítica. En 2007, durante el Seminario Social del Episcopado en Mar del Plata, Bergoglio dirigió un mensaje a la Confederación General del Trabajo (CGT) de Hugo Moyano que dejó huella: “Desde la queja no se construye, sino desde la lucha. Hay que ponerse el overol”. Sus palabras resonaron como una llamada de atención a un sindicalismo que, según su visión, debía comprometerse con los trabajadores más allá de los discursos combativos.

Con Cristina Fernández de Kirchner, la relación fue algo más contenida, pero nunca exenta de tensiones. Bergoglio continuó alzando la voz contra la corrupción, la desigualdad y la indiferencia ante la pobreza. No se trataba de una cuestión personal, sino de una convicción profunda: la Iglesia debía ser la conciencia crítica de la sociedad, incluso cuando eso significara confrontar con los que ostentaban el poder.

Bergoglio nunca buscó aliados en la política ni se dejó encasillar en bandos. Para él, la lucha no era partidaria, sino moral. Su misión era recordarle a los dirigentes que la grandeza de un país no se medía en cifras ni en discursos rimbombantes, sino en la dignidad con la que vivían sus ciudadanos. Y en esa tarea, nunca temió ser incómodo.

Una historia bajo la sombra de la dictadura en Argentina

La postura de Jorge Mario Bergoglio durante los años oscuros de la última dictadura militar en Argentina ha sido objeto de debate y controversia. Mientras algunos lo señalan con sospecha, otros lo defienden con firmeza, destacando su labor silenciosa en la protección de los perseguidos.

El periodista Horacio Verbitsky, titular del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), ha sido uno de los principales críticos del entonces superior de los jesuitas en Argentina. Según su versión, Bergoglio habría entregado a los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics, quienes trabajaban en la Villa del Bajo Flores y fueron secuestrados por el régimen. Sin embargo, estas acusaciones nunca derivaron en una imputación judicial ni encontraron respaldo en pruebas concretas.

Por otro lado, referentes indiscutidos de los derechos humanos han defendido su conducta durante aquellos años oscuros. Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz y figura central en la lucha contra la dictadura, descartó cualquier vínculo entre Bergoglio y el régimen militar. “Hubo obispos que fueron cómplices de la dictadura argentina, pero él no”, afirmó categóricamente. Graciela Fernández Meijide, exministra y miembro de la Conadep –la comisión que investigó los crímenes de la dictadura–, también lo eximió de cualquier responsabilidad. “De todos los testimonios que recibí, jamás tuve evidencias de que Bergoglio hubiera estado relacionado con la dictadura”, sostuvo.

Más allá de las interpretaciones y de las versiones encontradas, lo cierto es que Bergoglio nunca estuvo procesado ni imputado por crímenes de lesa humanidad. Quienes lo defienden destacan que, si bien no tuvo un rol de confrontación abierta con la dictadura, trabajó en la protección de perseguidos y gestionó refugios para quienes se encontraban en peligro.

Décadas después, cuando la historia lo llevó a ocupar el lugar más alto dentro de la Iglesia, su mensaje sobre los derechos humanos se consolidó con una convicción inquebrantable: la memoria, la verdad y la justicia debían ser valores innegociables. La defensa de los más vulnerables se convirtió en una bandera de su papado, reafirmando su compromiso con aquellos que sufren la opresión y la injusticia.

A 84 años de la llegada de sus padres a Argentina, Jorge Mario emprendió el viaje de su vida. Esta vez, en un avión de clase turista con destino a Roma, pero con una misión que trascendería las fronteras de su país: convertirse en la voz de los olvidados, en el papa de los humildes.