Madrid | 29.04.2020 09:58
Ni siquiera cuando el Atleti eliminó al Liverpool hace un mes en Anfield Road. Y no lo digo para exhibir orgullo rojiblanco, sino para recordar el equipo que hizo a Robinson campeón de Europa y del que provino para alistarse en el Osasuna, grandón y letal en la zona caliente del área.
Nadie pudo sospechar entonces que Robinson iba a instalarse en el Belén e la sociedad española. Y que iba a convertirse no ya en un excelente comunicador deportivo, sino en un excelente comunicador. Se le agradecía la mirada de un extranjero muy poco extranjero, pero sí muy lúcido para identificar nuestras virtudes y nuestros defectos.
Menciono entre estos últimos el nacionalismo y el patrioterismo, me da igual. O sea, el agotador discurso identitario. Nadie mejor para desarmarlo que la adopción de un guiri cuyo dominio del castellano era tan discutible como el dominio del balón. Robinson había creado un lenguaje propio. Lleno de consonantes, pero también ingenioso y cálido.
La identidad, decía. Por eso conviene recordar una anécdota de confusión patriótica que sorprendió a Robinson en un partido internacional que oponía Irlanda a Polonia.
Vestía el delantero inglés la camiseta verde porque le habían encontrado un antecedente familiar que justificaba el transfuguismo, pero el joven debutante cometió el desliz de confundir los himnos. No sólo creyó que el irlandés era el polaco. Le dijo a un compañero con ingenuidad que le parecía horrendo.
Sería hermoso despedir su féretro con el himno de Irlanda o con el del Polonia, si no fuera porque el himno británico es hoy más emocionante que nunca.