Y entiendo que sus padres hagan pedagogía de la normalidad. Con ella y con la sociedad, pero el esfuerzo de los reportajes domésticos que hemos visto estos días no termina de sobreponerse a la excepcionalidad de la situación.
Empezando por el rito de ayer. Felipe VI impuso el toisón de oro a su hija como quien la unge en un rito de iniciación. Imponérselo quiere decir que se lo colocó sobre sus hombros, pero también alude a la definición menos cariñosa del verbo imponer.
Y sabe de lo que habla Felipe VI, pues también le correspondió a él iniciarse de niño en las obligaciones dinásticas. La voz atiplada de sus primeras ceremonias corresponderá ahora desarrollarla su hija, empezando por los premios que llevan su nombre. Y en otros actos públicos en los que va a ser reclamada.
Porque la niñez de Leonor es la alegoría de la inmortalidad de la monarquía. Un maleficio insolente e inocente de cabellos rubios y ojos claros para quienes se obstinan en cuestionarla o sabotearla. Que no es lo mismo amar la república que utilizarla como pretexto para acabar con el sistema. El régimen del 78, llama iglesias al milagro de la transición.
Juan Carlos I fue el timonel. A Felipe VI le ha correspondido defender la Constitución del desafío soberanista. Y a Leonor puede que le termine beneficiando su propio género. Una mujer reina, una reina mujer en la sociedad de las susceptibilidades y de la expectativa del heteromatriarcado.