Hemos convertido a las cajeras en empleadas invisibles de nuestra vida cotidiana, pero la condescendencia y la invisibilidad han mutado ahora en actitudes impertinentes.
Les reprochamos que no haya papel higiénico ni arroz. Y hasta las responsabilizamos de no poder traernos la compra a casa, a la hora que queremos y con el peso que encargamos.
Ignoramos su desgaste y su ensimismamiento en un trabajo mecánico. Parecen las operarias de Tiempos modernos de Charlot, haciendo deslizar sobre la cinta automática nuestros yogures y nuestros preservativos.
La novedad es que se han convertido ellas ahora en personal de riesgo. Algunas se protegen con guantes y mascarilla, pero todas se hallan sobreexpuestas al tráfico de personas, más todavía cuando los supermercados son la excepción comercial al estado de alarma y cuando alojan las escenas de nervios y de amontonamiento.
No saldríamos de esta crisis sin los médicos y los enfermeros, pero tampoco lo haríamos sin la mediación de las cajeras, cuya resignación, paciencia y peligros no solo exigen un tratamiento educado y sensible, sino además una sonrisa, unos buenos días y un agradecimiento.
Así es que buenos días y gracias, cajeras y cajeros.