Monólogo de Alsina: "El pueblo de Madrid, como siempre hizo, debate hoy los cambios urbanos con vehemencia de trinchera"
Escribió Ramón Gómez de la Serna hace casi cien años que a los madrileños los definen estas dos características:
• Su rabiosa independencia de criterio.
• Y su rabia ante los novedades que impone el ayuntamiento.
En el libro que escribió Ramòn sobre la historia de la Puerta del Sol contaba lo mal recibidas que fueron las barras paralelas. El tranvía paraba entonces en la esquina de la Real Casa de Correos y, en cuanto estaba medio quieto, a por él se iba al multitud, cincuenta pies peleando para alcanzar el estribo de cualquier manera. La ley de la selva. Para acabar con los tumultos se decidió poner unas barras paralelas. Dos barandillas de hierro ancladas en tierra para ordenar la cola y que nadie se saliera. El primero en subir al tranvía sería quien primero hubiera llegado, no el más bruto o el más ducho en poner a los demás la zancadilla. Un concejal había visto las barras paralelas en París y le había parecido una solución formidable. La civilización había llegado al foro.
Pero el pueblo de Madrid, indomable, reacio y dado siempre a la burla, recibió el invento con desdén madrileño. “Ahora nos quieren poner a hace gimnasia”, decían los viajeros. “Qué vergüenza que nos organicen la vida”. “Yo haré lo que me dé la gana”. De la guasa pasaron a la acción y aparecieron las barras un buen día arrancadas. Pero el concejal persveró y cada vez que se las tumbaron, él volvió a ponerlas. Un día comprobó que el malestar de la gente en el redil aumentaba cuando apretaba el sol o cuando llovía, así que le añadió a las paralelas una montera de madera, y seguido, un toldo de hule, y resguardado de las inclemencias se fue pacificando el pueblo. No sólo se abrió camino la armonía, sino que empezó a ser visto como un aprovechado y un sinvergüenza aquel que, ignorando las barras paralelas, esperaba a que el tranvía arrancara para subir en marcha y evitarse la cola.
Madrid, Madrid, pueblo indómito que siempre ha vivido con gran pasión sus debates urbanos.
En 2003 el alcalde Gallardón se propuso enterrarnos la M-30 y nos pasamos cuatro años los madrileños sacándole cantares —entre la indignación y la burla— por ponernos la ciudad patas arriba. Hoy, incluso aquellos que se duelen por el endeudamiento y el sobrecoste de aquellas obras, presumen de Madrid Río y celebran que hasta el pianista Rodhes se entusiasme con los túneles.
Muchos de quienes hoy celebran la ampliación de las aceras en la Gran Vía, santo y seña de la capital del reino, se habrían opuesto en 1901, con ferocidad y circunstancia, al proyecto aquel de abrir una gran avenida tirando manzanas enteras de viviendas y entregándose al poder financiero para que éste levantara edificios enormes y perfectamente innecesarios. Pocos recuerdan ahora el primer intento de hacer la Gran Vía fue tumbado por los vecinos levantados en armas.
Hoy Madrid, se lo venimos contando, estrena el plan más ambicioso que hasta ahora ha tenido de restricciones al trafico en el centro. A usted, que me escucha desde cualquier otra región, esto directamente no le afecta. (Me disculpa que, a pesar de ello, le dediquemos un momento). Pero tiene la iniciativa el interés de ver cómo resulta y el efecto laboratorio que pudiera tener para que otras capitales (Zaragoza ya está en ello, Pontevedra fue pionera, Sevilla hizo un amago y lo abandonó luego) siguieran un camino paralelo.
El pueblo de Madrid, como siempre hizo, debate hoy los cambios con vehemencia de trinchera.
En España, como somos así, los trasvases son de derechas y las desaladoras de izquierdas; el petróleo es de derechas, las renovables de izquierdas; y ahora los coches son de derechas y los patinetes, de izquierdas.
No se dejen engañar. Hay mucho vecino de izquierdas indignado porque no le deje circular Carmena. Y hay mucho vecino de derechas que ve estupendo que en el centro de Madrid todo lo que circule sea higiénico.
La experiencia ha empezado a las doce de la noche. Hoy todavía no multan, pero está por ver cómo de aplicados se muestran los automovilistas madrileños.
—-Qué se ve, qué se nota.
Sobre el patinete eléctrico, ya escucharon ayer al subdirector general de tráfico en este programa. Propuesta de la autoridad competente: limitar la velocidad a veinticinco por hora y prohibir la circulación por las aceras.
Ocho días cumple un barco, Nuestra Madre Loreto, con doce emigrantes rescatados del mar a bordo y sin puerto al que dirigirse para el desembarco.
Hace veinticuatro horas escuchamos al patrón, Pascual Durá,en conversación con este programa. Lamentando que el gobierno de España no hubiera levantado el teléfono para interesarse, al menos, por cómo están los emigrantes y los tripulantes del barco. La presidencia del gobierno tuvo a bien emitir ayer una nota que dice que el gobierno está tan preocupado por la situación que hace saber que el patrón puede lleva el barco a Libia para repostar combustible y recibir alimentos. A Libia. Que es donde ni el patrón del barco ni ninguna organización internacional (ayer escuchamos aquí a Acnur) quieren lleva a estos emigrantes ni en pintura.
El gobierno, preocupadísimo, recuerda que la norma internacional obliga a dirigirse al puerto más próximo, aunque sea libio. Y termina con este párrafo que es un modelo de cinismo y de pésima gramática: “en el caso de que se considere que Libia no es puerto seguro, las autoridades españolas solicitan la colaboración de los países ribereños”. En el caso de que lo considere, ¿quién? Si es el ministerio de Exteriores el primero que considera Libia como un país del que es mejor salir corriendo. España solicita la colaboración de los países ribereños. En realidad se refiere sólo a dos de los ribereños: Malta e Italia. Los dos que se negaron ya a acoger el Aquarius y celebraron que el gobierno de España les resolviera el problema trayéndoselo a Valencia. El precedente de entonces les sirve ahora de coartada para ignorar lo que está sucediendo.