Historia del beduino prudente
Albert Einstein advirtió una vez: "si tuviera una hora para resolver un problema, pasaría 55 minutos pensando en el problema… dejando los últimos 5 para pensar en las soluciones".
Sucedió por la tarde, no muy lejos de un pueblo llamado Merzouga, cerca de la frontera con Argelia. Aquel es uno de los lugares más populares de Marruecos porque allí puede visitarse el desierto del Sahara. Rumbo al este queda la inmensidad de miles de dunas que se llenan de luces y sombras al atardecer.
Y en aquel atardecer un hombre que caminaba por el desierto se acercó a un beduino, y le preguntó: a qué distancia queda el oasis más cercano. Pero, el beduino no respondió. Así que el occidental volvió a preguntar vocalizando con esmero cada una de las sílabas de las palabras que formaban parte de su pregunta. Pero, el beduino siguió sin responder. Frustrado aquel hombre se alejó sin llevarse la respuesta que esperaba. Pero, no había caminado más de 20 pasos escuchó la voz del beduino. Le llevaría tres horas, le dijo. A lo que el occidental replicó ¿no podía haberme respondido cuando le he preguntado? No, dijo, el beduino. No podía responder hasta saber lo rápido que camina.
Para resolver problemas solemos ir con prisa. A menudo, se buscan soluciones haciendo una apresurada evaluación de la situación y sacando conclusiones basadas en información raquítica. Y, a veces, sucede que si la medida tomada funciona circunstancialmente, entonces, damos el problema por resuelto. Sin embargo, dificultades aparentemente solucionadas terminan revelándose como un problema todavía mayor. A menudo, la impaciencia por dejar un asunto zanjado nos lleva a conformarnos con cualquier arreglo, con apaños que están lejos de ser la solución definitiva. Y para encontrarla suele ir bien recuperar la mentalidad de la infancia.
Existe una estrategia conocida como la de los cinco porqués, basada en la búsqueda de la raíz del problema en cuestión. Un problema como el que surgió en la ciudad de Washington con el monumento al Presidente Abraham Lincoln. Un lugar visitado cada año por millones de personas. En cierta ocasión, los responsables de su mantenimiento se preguntaron: ¿por qué se está desgastando tanto la piedra? La primera respuesta decía que se debía a los lavados con agua a presión. Una decisión apresurada hubiera sido cancelar de inmediato esos lavados a presión. Sin embargo, optaron por indagar algo más.
Por qué estamos haciendo lavados de alta presión cada dos semanas. La respuesta estaba en los excrementos de los pájaros. Entonces, alguien se preguntó por qué acuden tanto los pájaros al momento de Lincoln. Y para esa pregunta también hubo una respuesta: los pájaros acudían a ese lugar porque ese lugar estaba lleno de insectos. Así que, de repente, resultaba que la causa no era ni el agua a presión, ni los pájaros. Y fue ahí cuando alguien se planteó: ¿y si la causa tampoco fueran los insectos? Esa pregunta evitó que en vez de agua a presión hubiera fumigaciones a discreción.
¿Por qué hay tantos insectos? La respuesta estaba en los potentes focos que iluminan el monumento por la noche. Ese dato abría nuevas perspectivas. La verdadera causa no eran los lavados, ni los pájaros, ni los insectos… sino la potente luz que emitían los focos. ¿Y era necesario iluminarlo de noche? Bueno, de noche vienen a verlo un gran número de turistas, no parece lógico prescindir de la luz que alumbra a Lincoln. Entonces, alguien sugirió una idea: podríamos encender los focos un par de horas más tarde y apagarlos mucho más temprano cuando todavía no ha amanecido. Así vendrán menos insectos y menos pájaros dejando menos excrementos. Y así fue como sucedió: el problema estaba resuelto.
Para que las estrategia de los porqués funcione ha de cumplirse una condición. Las respuestas tienen que estar basadas en hechos. Nada de suposiciones o deducciones. Si defines un problema correctamente ya casi has encontrado su solución.