SEMANA SANTA

De norte a sur: las 14 procesiones más impresionantes de Semana Santa en España

La celebración de la Semana Santa eleva el fervor en numerosas localidades de España, donde, durante varios días, las procesiones y los actos religiosos se multiplican.

👉 La Semana Santa en España: una escapada de tradición y fe

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Miriam Méndez

Madrid |

De norte a sur: las 14 procesiones más impresionantes de Semana Santa en España
De norte a sur: las 14 procesiones más impresionantes de Semana Santa en España | Pixabay

Cuando la fe se convierte en arte y las calles laten al ritmo de tambores y saetas, España entera se transforma. Silencio, tambores, luz de fuego, pasos y liturgias. De pronto, un crujido de horquillas, un golpe seco de tambor, una virgen que parece flotar sobre un mar de cabezas. Hablamos de la Semana Santa en España, donde la religión se entrelaza con la puesta en escena, la emoción colectiva y, por qué no, cierta dosis de dramatismo digno de Hollywood.

No obstante, lejos de caracterizarse por llamativos efectos especiales, esta conmemoración cristiana, que se celebra anualmente, destaca por sus tronos de toneladas cargados a hombros, sus capirotes que parecen sacados de otra dimensión y las multitudes que aguantan horas por ver pasar su paso durante apenas unos segundos. ¿Devoción? Mucha. ¿Espectáculo? También.

Te contamos todo sobre las procesiones más importantes y majestuosas del país, las grandes protagonistas del que probablemente sea el reality más antiguo e impresionante de Europa, y sucede en vivo cada primavera.

La Madrugá de Sevilla

La ciudad entera se transforma: los bares sirven café en lugar de cañas, las calles se impregnan de un intenso aroma a incienso y azahar, e, incluso, hasta el andaluz más escéptico se emociona sin saber exactamente el motivo. No hay noche más famosa en toda la Semana Santa española y, probablemente, en cualquier otra parte del mundo, que La Madrugá sevillana. Mientras el país descansa, Sevilla guarda el traje de lunares y la alegría festiva, y se envuelve en terciopelo negro, incienso y solemnidad.

Seis cofradías recorren el corazón de la ciudad durante toda la noche del Viernes Santo, en una de las citas más multitudinarias y esperadas de la Semana Santa en España. Entre ellas destacan dos imágenes que acaparan la devoción popular: la Esperanza Macarena y Jesús del Gran Poder, conocido como el Señor de Sevilla. Ambas hermandades, junto a las de El Silencio, El Calvario, la Esperanza de Triana y Los Gitanos, reúnen más de 11.000 nazarenos y movilizan a miles de costaleros y devotos, que hacen posible una de las manifestaciones de fe más impactantes de Europa.

Las calles se abarrotan de locales y visitantes llegados de todas partes del mundo, en una noche intensa, donde la emoción camina, muchas veces descalza, el arte logra fundirse con la liturgia y el silencio acapara uno de los papeles principales del espectáculo, hasta que una saeta rompe el aire con ese quejío tan nuestro, tan andaluz.

Nuestra Señora de 'Os Caladiños', en Ferrol

Ferrol, con su brisa salina y el eco de las olas golpeando las costas cercanas, no necesita alardes ni grandes festividades para destacar. En esta ciudad, la Semana Santa es un legado que se respira entre las piedras mojadas y los adoquines del Barrio de la Magdalena. Declarada de Interés Turístico Internacional en 2014, la Semana Santa ferrolana es mucho más que una serie de procesiones. Hablamos de una experiencia de silencios, de miradas entrelazadas y pasos medidos.

Durante oito días, las calles se llenan de una marea humana y las 25 procesiones que recorren la ciudad recuerdan a sus habitantes que en Ferrol la fe se vive en cada rincón, entre el aroma del incienso, las viejas fachadas y el murmullo constante de la gente que se agrupa en las esquinas para no perderse un solo paso.

Pero es la Procesión de Nuestra Señora de 'Os Caladiños' la que realmente hace que el tiempo se detenga. El Jueves Santo, la ciudad parece quedar suspendida en el aire mientras las imágenes de San Juan Evangelista y la Virgen de los Dolores avanzan lentamente. 'Os Caladiños' es la procesión del silencio, esa quietud que, como un viejo susurro de las marinas gallegas, llega al alma sin necesidad de palabras. En ella, la Virgen de los Dolores, vestida con su manto negro, avanza bajo una luna que parece hecha a medida para ella, y todo lo que se escucha son los tambores marcando el paso lento de una devoción que no se apura.

Aquí no hay necesidad de grandes alardes. Galicia es tierra de neblinas y verdades susurradas, y esta procesión lo entiende bien: a veces lo más gallego que existe es el silencio que lo dice todo.

La procesión del Yacente, en Zamora

La famosa ciudad del Románico, con sus calles empedradas, sus castillos medievales contemplando el horizonte y el aire de la ribera del Duero que se cuela entre los balcones de hierro forjado, es el escenario perfecto para una de las procesiones más solemnes de toda Castilla y León. En Zamora, la Procesión del Yacente transita por una tradición que se remonta siglos atrás, manteniendo intacto el espíritu de austeridad que tanto caracteriza a esta región castellana.

Cada Jueves Santo, a las 23 horas en punto, la figura de Jesús Yacente, serena, majestuosa y cargada de dolor, sale de la Iglesia románica de Santa María la Nueva, dejando tras de sí una estela de recogimiento. La imagen no avanza sola. A su lado caminan tres grandes cruces de madera que portan los mayordomos y los hermanos penitentes. Las calles de Zamora se llenan de gente, pero de una gente que sabe que aquí, el silencio es lo más sagrado.

Solo se escucha el leve golpeteo de los hachones sobre el suelo empedrado y el tintinear de las campanillas del viático. La Procesión del Yacente es un viaje hacia lo íntimo, hacia lo esencial. Pero el momento cumbre, el que verdaderamente eriza la piel, es cuando, en pleno Miserere, 200 hermanos entonan un salmo alrededor de la plaza, mientras la imagen da varias vueltas sobre sí misma. ¿Alrededor? Los asistentes, quienes saben a la perfección que, en muchas ocasiones, la fe no necesita más que la quietud de la noche y el eco de una plegaria compartida.

Cuenca: la procesión de Las Turbas

Parece una ciudad suspendida entre los acantilados, con sus casas colgadas asomando al vacío y sus calles empedradas serpenteando por el casco antiguo. Y, sin embargo, es el escenario de una de las procesiones más sonoras y conocidas de toda España: la Procesión de Las Turbas.

Con más de 400 años de historia, esta procesión, además de ser una de las más antiguas, también es una de las más emotivas y populares. Más de 25.000 nazarenos se agrupan en la madrugada del Viernes Santo para dar vida a esta tradición única que se ha ganado un lugar como una de las fiestas de Interés Turístico Internacional. En ella, los palillos chocan frenéticamente en la denominada “palillá” mientras cientos de personas intentan impedir que avance el paso.

El estruendo se combina con los tambores y clarinetes caseros, conocidos como la “clariná”, que acompañan a los cinco pasos de la procesión, creando una atmósfera que recuerda la burla que Jesús sufrió camino del Calvario. Pero, en mitad de la explosión sonora, la procesión también ofrece a sus espectadores momentos de silencio absoluto: la escalinata de la iglesia de San Felipe Neri, en el corazón de la ciudad, se convierte en el lugar donde se canta el Miserere.

Así, durante la Semana Santa, Cuenca se transforma en un verdadero lienzo de contrastes. Las calles medievales estrechas, las plazas empedradas y la catedral gótica reviven, año tras año, uno de los capítulos más intensos de su identidad.

El Cristo de Mena, la majestuosa procesión de Málaga

La Semana Santa malagueña es otra cosa. Es emoción a flor de piel, es arte, es bullicio. La gente no solo mira: participa, canta, aplaude y siente. Al contrario de lo que ocurre en muchas otras partes de España, aquí no se pide silencio, sino que se celebra la pasión con el alma abierta y la garganta dispuesta. Y en medio de todo esto, el Cristo de Mena, altivo y solemne, popularmente conocido como el Cristo de Buena Muerte, se convierte en protagonista de una de las estampas más inolvidables de toda la Semana Santa española.

En esta ciudad no hay recogimiento austero, sino pasos grandiosos, estremecedoras bandas de música y un pueblo que se entrega de lleno, sin medias tintas. El Jueves Santo, cuando el sol ya empieza a caer y el incienso se mezcla con el aroma a biznaga y azahar, la ciudad entera se detiene para ver llegar a los legionarios. Desfilan con paso firme, uniformes impolutos y fusil al hombro, escoltando a la imagen entre vítores, aplausos y alguna que otra lágrima. El momento en que alzan al Cristo al cielo, mientras cantan el "Novio de la Muerte", es uno de los más esperados del año, y no solo por los malagueños: miles de personas se congregan cada año solo para vivir ese instante.

Cabe destacar que la talla actual del Cristo fue realizada en 1941, tras perderse la original de Pedro de Mena durante los disturbios religiosos. Aun así, la devoción no decayó. Todo lo contrario: se fortaleció y se convirtió en uno de los símbolos más queridos de la ciudad. Su trono es enorme, impresionante incluso para los estándares andaluces, y requiere de más de 200 hombres para llevarlo por las calles del centro histórico.

Los Salzillos de Murcia

En Murcia, el Viernes Santo empieza muy temprano, con la ciudad ya despierta antes del alba y las aceras plagadas de sillas, colocadas estratégicamente desde la noche anterior, para no perderse ni un instante del esperadísimo evento anual. La procesión de Los Salzillos, que toma su nombre del célebre escultor murciano Francisco Salzillo, es una joya del arte barroco que desfila por las calles del centro mientras el sol empieza a calentar la mañana.

Diez pasos, todos ellos tallados por Salzillo en el siglo XVIII, recorren la ciudad acompañados por nueve cofradías y por "las promesas", un grupo de devotos que abre el desfile portando el primero de los tronos. Pero uno de los momentos más esperados no ocurre en la calle, sino en el templo: ver salir los pasos por la estrechísima puerta de la Iglesia de Jesús es ya una tradición en sí misma, inmersa en aplausos y suspiros de nerviosismo.

Entre naranjos en flor y murmullos, los tronos, ligeros y floridos, avanzan al ritmo de tambores en un recorrido familiar y festivo. En él, el fervor del momento convive con el tan característico olor a pastel de carne, paparajotes (un dulce frito, típico de la región) o monas de Pascua, y donde no falta quien aprovecha para desayunar un café de olla o una marinera murciana (tapa típica que consiste en una ensaladilla rusa, una anchoa y una rosquilla de pan), mientras espera que pasen los nazarenos.

La Diablesa de Orihuela, en Alicante

La ciudad se llena de vida: las terrazas huelen a arroz al horno y coca de mollitas (coca que tiene una base fina y crujiente a la que se le añade por encima otra capa de masa en forma de migas, mucho más densa y blanda), las bandas de música retumban entre las fachadas de piedra, y las conversaciones giran en torno a si este año la Diablesa "da más miedo que el anterior" o si "la han sacado con más luz que nunca".

En una tierra donde el arroz se celebra casi como religión y el azahar adorna calles y balcones, la Semana Santa de Orihuela, en el sur de la provincia de Alicante, no deja a nadie indiferente. Aquí, entre palmas, tracas (petardos unidos por una mecha, que explotan de manera sucesiva), monas de Pascua y olor a horno de leña, una figura diabólica desfila cada año entre tambores y miradas asombradas: es la famosa y controvertida Diablesa de Orihuela.

Esta escultura, que no representa a ningún santo ni escena piadosa al uso, forma parte del paso "El Triunfo de la Cruz", pero todo el protagonismo se lo lleva ella: una figura femenina con alas, cuernos y rostro de demonio, que acompaña a un esqueleto humano y a unos ángeles con martillos rodeando una bola del mundo. Si bien se trata de una representación plástica y poderosa de la victoria de lo divino sobre el pecado, su presencia en la calle nunca ha dejado de causar revuelo.

Y es que durante décadas, la Diablesa no podía salir en procesión si coincidía el Viernes Santo con el día litúrgico de la Pasión de Cristo, por decisión eclesiástica. Hoy, sin embargo, desfila cada año ante miles de curiosos, oriolanos y visitantes que no quieren perderse este recordatorio de que el infierno también tiene un hueco, aunque sea simbólico, en las tradiciones más sagradas.

El Cristo de los Gitanos, en Granada

Lejos de ser liturgia, en Granada la Semana Santa es arte, es calle, es flamenco, es historia, es pertenencia. Y bajo la mirada eterna de Sierra Nevada, se convierte cada año en un espectáculo de fe que pone los pelos de punta.

Cuando cae la noche sobre la Alhambra y el eco de una guitarra se cuela entre las callejuelas empedradas del Albaicín, la ciudad se transforma. El aire huele a incienso, a jazmín y a leña, y en las laderas del Sacromonte, donde las cuevas aún laten al ritmo del compás flamenco, empieza una de las procesiones más emocionantes de toda Andalucía: la del Cristo de los Gitanos.

Cada Miércoles Santo, esta imagen del Cristo del Consuelo desciende desde las colinas iluminadas por fogatas encendidas por los propios vecinos. Los tambores suenan con alma, las saetas rompen el silencio en lo alto del monte, y el fuego da paso a un desfile de promesas, tradición y duende.

Aquí no hay artificio, hay raíz. Hay Granada en cada detalle: en los mantones bordados, en las lágrimas sinceras, en los balcones del Realejo engalanados, en la mirada de quien espera el paso al pie de una cuesta empinada, con una empanadilla moruna en la mano y la emoción cruzándole el pecho.

Valladolid: La Sagrada Pasión del Redentor

Como todo lo castellano, en Valladolid la Semana Santa se vive con profundidad, con alma y con una belleza que no requiere hacer gala de ningún alarde para impresionar.

Cuando llega el Viernes Santo, más de 30 pasos, auténticas obras maestras firmadas por escultores como Gregorio Fernández o Juan de Juni, avanzan en procesión portados por las 20 cofradías vallisoletanas. Todo se mueve al ritmo del respeto, de la sobriedad, del recogimiento que caracteriza a Castilla. Aquí no hay estridencias: hay silencio, hay emoción contenida, un profundo sentido del arte sacro y una fe tallada en madera policromada.

Durante la procesión de La Sagrada Pasión del Redentor, las iglesias de toda la ciudad abren sus puertas para que vecinos y visitantes puedan admirar de cerca un patrimonio que muchos quieren ver reconocido por la Unesco. Y mientras las procesiones avanzan, no faltan las tradiciones más terrenales: los bares se llenan de olor a sopa castellana, los escaparates se engalanan con rosquillas de palo y de sartén, y más de uno repone fuerzas con una ración de lechazo antes de volver a perderse entre las filas de capuchones.

Medinacelli, la Semana Santa en Madrid

Ni chotis, ni bocata de calamares, ni paseo por El Retiro: el Viernes Santo en Madrid tiene dueño, y se llama Jesús de Medinaceli. Cada año, hasta 800.000 personas se concentran en pleno centro de la capital para ver pasar a "El Señor de Madrid", la imagen más venerada por los madrileños, que desfila en una de las procesiones más multitudinarias y solemnes del país.

El paso, que supera las tres toneladas y media de peso y roza los cuatro metros de altura, parte desde la Catedral de la Almudena y avanza hasta la basílica que lleva su nombre. La talla, de autor desconocido pero vinculada a la escuela sevillana de Juan de Mesa, es custodiada por miles de fieles que, en un silencio casi impropio para una ciudad tan bulliciosa como Madrid, le acompañan por las calles del viejo Madrid de los Austrias.

Pero esta procesión va mucho más allá de un mero acto religioso: es una cita con la identidad madrileña. Porque el madrileño, aunque rápido en el metro y alérgico al frío, se detiene con respeto ante el Cristo de Medinaceli. Algunos aún mantienen la tradición de besarle los pies cada primer viernes de marzo, otros simplemente se dejan llevar por la emoción del momento, ya sea con rosario en mano o móvil en alto.

Y como buen día de fiesta castiza, no faltan los olores a torrijas, potaje de vigilia y bacalao rebozado que se escapan de las cocinas de tabernas y casas de barrio. Porque en Madrid, la Semana Santa se vive a lo grande, con alma mestiza y corazón castizo. Y aunque la ciudad nunca duerme, esa noche baja el ritmo y se rinde, en silencio, ante su Cristo más querido.

El estruendo de Calanda: 'Romper la Hora' con alma aragonesa

Teruel: tierra de olivos, vino del bueno y herencia mudéjar. Y en Calanda, uno de sus pueblos más emblemáticos, la Semana Santa no se canta ni se reza; se golpea. Y se golpea con mucha fuerza, además.

Cada Viernes Santo, a las 12 en punto del mediodía, la plaza de España se transforma en un hervidero de emoción contenida. Durante los minutos previos, el pueblo guarda un silencio absoluto, casi sagrado. Se oye el viento, algún carraspeo… hasta que llega la señal, y entonces la Rompida de la Hora lo inunda todo.

Cientos de bombos y tambores retumban al unísono, en una sinfonía desgarradora. No hay compases marcados, no hay partitura escrita: solo piel, maza y corazón. El eco resuena por las callejuelas del casco histórico, entre casas de piedra y fachadas encaladas, y pone los pelos de punta a quien lo vive por primera vez.

Esta tradición, que ha convertido a Calanda en uno de los grandes referentes de la Ruta del Tambor y el Bombo del Bajo Aragón, no sería lo mismo sin los putuntunes, esos soldados romanos que montan guardia con gesto severo desde la noche anterior, velando por la llegada de ese instante cumbre. Ya por la tarde, se celebra el Vía Crucis, pero es al mediodía cuando el pueblo se despierta al compás del tambor.

Y, cómo no, después de tanta emoción, nada mejor que un buen plato de ternasco al horno, unas judías con oreja o unas tradicionales rosquillas de sartén para terminar la jornada con buen sabor de boca.

La procesión del Silencio, en San Cristóbal de la Laguna

Declarada Patrimonio de la Humanidad, San Cristóbal de la Laguna, cuna de tradiciones, casas coloniales y barras de guachinche, vive la Semana Santa con un recogimiento sereno pero profundo. La gran cita llega la madrugada del Jueves Santo, cuando tiene lugar la Procesión del Silencio, una de las más sobrecogedoras. En ella, cofrades, fieles y curiosos recorren calles como la Carrera o Herradores bajo la atenta mirada de los balcones engalanados con mantones y cirios.

Durante estos días también se montan los Monumentos en los altares de las iglesias, verdaderos escaparates del arte sacro canario, con custodias, retablos dorados y bordados históricos. Mientras tanto, en las casas no faltan las torrijas, los huevos moles (postre tradicional canario elaborado con yemas de huevo y azúcar) ,y el gofio amasado con miel (mezcla de harina de cereales tostados con miel, frutos secos, agua o caldo, hasta formar una masa compacta y energética), como manda la tradición.

La Pasión Viviente de Balmaseda, en País Vasco

No hay tronos ni bandas de música. Tampoco imágenes llevadas a hombros. En esta villa vizcaína, la Semana Santa se vive como una gran representación colectiva, donde cada rincón se transforma en un escenario y cada vecino en protagonista. Tanto es así, que en Balmaseda no hay Semana Santa sin pueblo.

Durante los días grandes, especialmente la noche del Jueves Santo y la mañana del Viernes Santo, Balmaseda se transforma en una pequeña Jerusalén. Las calles empedradas del casco viejo acogen la Pasión Viviente, la más antigua del País Vasco, y quizá una de las más sentidas de toda España. Aquí no hay actores profesionales: son los propios balmasedanos quienes, año tras año, se meten en la piel de Jesucristo, María, Pilatos o los soldados romanos, con un respeto casi sagrado por el papel que les toca interpretar.

Y cuando todo termina, cuando la emoción se va calmando, toca reunirse en torno a una mesa. Porque aquí, como en toda Euskadi, no hay celebración sin buena comida. Bacalao a la vizcaína, una ración de morros, sopa de ajo con un toque picante, y cómo no, un trago de txakoli (vino blanco) para brindar por la vida… y por las tradiciones que siguen latiendo con fuerza.

La Procesión del Santo Entierro, en Tarragona

Cada Viernes Santo, el casco antiguo es escenario de la Procesión del Santo Entierro, el acto central de estas fiestas. "Los Armats" (soldados romanos), con sus cascos relucientes y corazas, abren paso como lo hacían hace siglos en la Hispania romana. Detrás, más de 4.000 personas: cofrades, penitentes, niños, músicos y vecinos que llevan toda la vida saliendo “amb la confraria de casa” (con la cofradía de casa).

Los balcones se llenan de flores, senyeras (banderas catalanas) y velas. Las piedras milenarias de la ciudad amurallada recogen los rezos, las saetas y el murmullo de quienes, entre paso y paso, aprovechan para comentar cómo ha quedado este año el pas del Crist de la Sang (paso del Cristo de la Sangre) o si la luz del atardecer hará justicia al pas de la Mare de Déu de la Soledat (paso de la Virgen de la Soledad).

Y después, como manda la tradición, toca reponer fuerzas. Aquí no se entiende una Semana Santa sin una buena ración de bacallà amb mel i romesco (bacalao con miel y salsa romesco), o unos cigrons amb espinacs (garbanzos con espinacas) como los que hacía l’àvia (la abuela). Todo bien regado con un vaset de vermut (vasito de vermut) tarraconí o un moscatell de la terra (moscatel de la tierra), que para eso estamos en tierra de vi (vino).