-¿A qué huele papá?
-A hierba, hijo, a hierba.
No le aclaré a qué tipo de hierba oía, pero me pareció que era una respuesta convincente para un zagal que descubría el césped. Y que había logrado alistar a un voluntario, premiándolo con una camiseta del Kun Agüero, una bufanda, una bandera, un balón y una fotografía de Imperioso.
Y entonces sobrevino el disgusto, no muchos días después.
Papá, ¿me compras la camiseta de Messi?
No quise darme por aludido, pero tampoco se me ocurrieron demasiados argumentos para disuadirlo. Sobre todo cuando me urgió a que viera el gol maradoniando contra el Getafe. “No es para tanto”, le respondí, pero me di cuenta de cuánto iba a dañarse mi credibilidad de educador si renegaba de los prodigios verificados.
Podría haber sido peor. Suponed que me pide la camiseta de Cristiano, imaginad que me pide el peinado Sergio Ramos, así es que condescendí con la emergencia. Y agradecí que mi hijo no fuera un sujeto extraño del colegio. Messi ha transformado las clases de Madrid. No era fácil encontrar blaugranas en las aulas de nuestro tiempo ni lo será en las posteriores, con tanta subversión soberanista, pero la irrupción del futbolista argentino secuestró, ya digo, a muchos de nuestros retoños, como hacía la bruja de la casita de chocolate.
Y me dan ganas de comprarme su camiseta también yo. Siempre y cuando Messi no termine jugando en el Atleti. Creo yo que tendría un sitio. Y pienso también que Messi es patrimonio universal y, por lo tanto, mío también, admitiendo que cualquier forma de definirlo es una manera de limitarlo. Por eso el Barcelona es más que un club. Es un club que tiene a Messi.