Monólogo de Alsina: ¿Cuántas noticias interesantes se quedan sin tener un final?
A excepción de Cataluña, que es como el Cuéntame de los informativos (un serial que no termina nunca), del resto de las historias que un buen día son noticia tendemos a olvidarnos en cuanto pasan unas pocas semanas. Cuantos asuntos que, en su día, merecieron horas y horas de radio y de tertulia se fueron desvaneciendo sin que alcanzáramos a contar nunca cómo acabaron.
En qué quedó. Cómo terminó aquello.
Qué pasó, por ejemplo, con el avión malasio que los separatistas ucranianos derribaron hace un año. Aquella formidable controversia internacional sobre el papel de Rusia facilitando lanzaderas de misiles, las versiones enfrentadas, la palabra que dieron los gobiernos a los familiares de los asesinados de que se haría justicia y se haría rápido. Un año después, aún no está acabada la investigación que recayó en las autoridades holandesas. Se identificaron los restos mortales, se entregaron a las familias para que pudieran sepultarlos, pero aún no hay responsables con nombres y apellidos de aquel asesinato múltiple en pleno vuelo.
Qué pasó con el otro avión, el vuelo 370 de las líneas aéreas malasias que se esfumó en medio del océano hace dieciséis meses. Doscientas cuarenta personas desaparecidas y una búsqueda que, oficialmente, no ha llegado nunca a abandonarse. Los días que nos pasamos barajando hipótesis, especulaciones sensatas y teorías conspirativas. Y de repente, ayer, los pescadores de una isla pequeña y verde en el Indico encuentran el trozo del ala de un avión, un alerón, o algo que parece un alerón, cubierto de conchas, quién sabe cuánto tiempo ha estado en el agua. Isla Reunión, territorio francés a novecientos kilómetros de Madagascar. Llegando a África. Si aquel avión iba de Malasia a Pekín, qué hace un trozo de alerón (si es que es de él) justo en la otra punta del mapa.
Qué fue de. En qué quedó. Qué pasó.
Historias que el día que tienen un final, se nos pasa contarlo.
Qué pasó con el mulá Omar, ¿se acuerdan? Aquel tipo que abrió las puertas de Afganistán a Osama Bin Laden, le entregó las llaves de Tora Bora y convirtió el resto del país en una franquicia de Al Qaeda. Nunca terminó de estar claro si era el régimen talibán quien apadrinaba a Bin Laden o era Bin Laden quien sostenía al régimen talibán. Al mulá Omar se le perdió la pista en diciembre de 2001, cuando agarró la moto aquella que tenía y se dio a la fuga dejando con un palmo de narices a la coalición internacional. Nadie, hasta la llegada de Bagdadhi y su Estado Islámico ha encarnado con más precisión el objetivo yihadista de convertir países enteros en califatos donde impere la versión más ultra de la ley islámica. El régimen talibán que por cinco años gobernó Afganistán sigue siendo hoy el espejo en que se miran los yihadistas que practican el exterminio bajo coartada religiosa en Siria y e Iraq.
Mohamed Omar, el gran emir de Afganistán. Una figura fantasmagórica que eludió siempre los focos y las entrevistas, del que no existe constancia cierta de cuando nació, de donde salió, que hizo carrera en la guerra contra la Unión Soviética y alcanzó el poder máximo a mediados de los noventa. Tradujo su fanatismo en normas de obligado cumplimiento, enclaustró a las mujeres en el burka, sacó a las niñas de las escuelas, prohibió la música, cerró los cines, ordenó la barba y celebró lapidaciones públicas en el estadio de fútbol de Kabul. Y, por supuesto, dinamitó los budas de Bamiyán, que fue lo que más consternó al resto del mundo, quizá incluso más que el burka y las ejecuciones públicas, nos suele pasar. El mulá Omar se convirtió en un fijo de la crónica del mundo cuando, derribadas las Torres Gemelas y asesinadas más de tres mil personas, Bush le exigió que entregara a su socio Bin Laden. El mulá se hizo el loco y empezó una guerra que aún hoy no acaba de terminar.
El gobierno afgano ha confirmado ahora la muerte del líder talibán. Esta vez sí, dicen, esta vez va en serio y está tan muerto como el propio Osama. Y resulta que lleva así desde hace dos o tres años. Era falso, por tanto, el mensaje que difundieron los talibanes hace quince días, atribuido a su líder y en el que éste bendecía la negociación que está en marcha para acabar con la guerra, la negociación que concluye con la incorporación de los talibanes al gobierno de Afganistán. Catorce años de historia, que empezaron con el 11-S y que van camino, en tierra afgana, de escribir su final.
Dentro de un año nos estaremos preguntando qué fue de Cristobal Montoro, personaje principal de la historia gubernamental de los últimos años cuya carrera, a medida que llegan el otoño, va tocando a su fin. El otoñal Montoro que tuvo que encajar ayer el rechazo de los nuevos. Los nuevos gobiernos autonómicos de izquierdas que ahora son mayoría en esta minicámara de representacion territorial que no es el Senado sino el consejo de política fiscal y financiera, donde se juntan el gobierno y los gobiernos para hablar de dinero. Diez a siete es el nuevo tanteo. Siete con lo que diga Montoro, las gobernadas por el PP incluidas Ceuta y Melilla, diez discrepantes, las siete que ahora gobierna el PSOE más Revilla, Coalicion Canaria y Cataluña.
Los nuevos se rebelan. Quieren más parte de la tarta. Más dinero. Y permiso para mas gasto.
Montoro dice que aquello del déficit a la carta ya no toca (fue también un invento suyo) y trata de no quedar como un tacaño aumentando un poco la financiación, el dinero recaudado por el Estado que se reparten los gobiernos autonómicos. Siete mil millones de los que casi dos mil corresponden a Cataluña. Que no se diga que la aversión al señor Mas influye en estas decisiones tan técnicas, ¿verdad?
Fue en esta reunión de ayer donde el otoñal Montoro, en un ejercicio de rabiosa sinceridad a posteriori (y habiendo sido el principal consumidor de ese estribillo que se llama “la herencia recibida”) pronunció esta frase que merece ser grabada en una placa para que acompañe el retrato que deje en la galería de ex ministros: “Llegar al gobierno y quejarse forma parte del inventario de la política”. No vamos a engañar, claro, al ministro diciéndole que no habíamos reparado hasta ahora en lo burdo que resulta el truco.