Monólogo de Alsina: "Se acerca la hora de que Rajoy abra el sobre de los premiados"
Como en el chiste: “¿Seré yo, señor, seré yo?” “No, tú no serás”. “¿Seré yo, señor, seré yo?” “No tú no serás”. “¿Seré yo, señor, seré yo?” “¿Seré yo, seré yo?”
Hay que interpretar al maestro en sus tonos y en sus silencios para descifrar lo que tiene en la cabeza. Y a eso se han dedicado en la última semana ministros tambaleantes, barones caídos y novilleros que aspiran a obtener cargo. Se acerca la hora de que Rajoy abra el sobre de los premiados. El capítulo final de este serial que empezó hace dieciocho días, cuando el presidente del gobierno se enmendó la plana a sí mismo y dijo lo contrario de lo que había dicho una semana antes. Si el día siguiente a las elecciones de mayo respondió a la pregunta de un periodista —casi molesto de que se le preguntara— que no tenía previsto cambiar ni a ministros ni a dirigentes del partido, una semana después —-Juan Vicente Herrera mediante—- anunció lo contrario: que sí, que habría cambios. En el gobierno y en el partido.
De entonces a hoy, la vida interna del PP ha discurrido entre “Los otros” de Amenábar y “The walking dead”, muertos que se creían vivos y que enterador de pronto de su fallecimiento muerden a los demás para que estén tan muertos como ellos mismos. Mañana se reunirá de nuevo la unidad de quemados del PP, antes conocida como el Comité Ejecutivo. Como si fuera una gala de los oscar —-los actores y actrices principales expectantes ante la apertura del sobre mariano— pero en ambiente de velatorio y sin más premio que la pedrea. Los cambios gordos en un partido político se deciden en los congresos, cuando tienen los delegados la ocasión de presentar candidaturas distintas para llevar el rumbo. En ausencia de Congreso —ni ordinario ni extraordinario ni nada— lo más que puede anunciar Rajoy a la hasta ahora sumisa dirigencia de su partido son ajustes menores: un coordinador general, un portavoz de partido. Más margen tiene el presidente (de hecho, tiene todo el margen) para meterle un meneo importante a la otra institución que él dirige: el gobierno de España. Ahí para poner y quitar, como se ocupan de recordarnos siempre los presidentes, no necesitan más permiso que el de ellos mismos. Carta blanca para hacer cuantos cambios desee el presidente. El alcance, la dimensión de la crisis de gobierno, la ha decide él. O la ha cedido ya él, porque si se cumple la liturgia, esta mañana le contará al rey Felipe a quiénes les revoca él el titulo de ministros —por emplear un lenguaje que le resulte familiar al monarca que retira ducados— y a quiénes incorpora a su gabinete. Es decir, si Cospedal prefiere ser ministra de algo a hacerle oposición a Page en Castilla la Mancha; si Feijoo se queda en Galicia o se acerca más a la Moncloa; si Alonso se queda en Sanidad o le manda para otro lado; si salen Wert y De Guindos, como se viene publicando, sobrevive Montoro y le ponen un vicepresidente económico que se llame Soria o García Margallo. No no han sonado más nombres en estos dieciocho días de serial: es un elenco corto que da idea de que el banquillo del que puede tirar Rajoy tampoco es muy amplio. Y presumiendo de ser un hombre previsible, no parece probable que Felipe, al conocer cómo queda el muñeco, exclame “¡qué me dices, presidente, esto sí que no me lo esperaba!”
Primero van los cambios del gobierno —-que son los que se cuentan al rey primero y a la opinión pública después—- y después los cambios del partido, que esos sí que, si lo desea Rajoy, se los puede contar antes que nadie a la unidad de quemados. Por muy quemados que estén no están mudos. O sea, que todo lo que consideren oportuno decir sobre los cambios que anuncie el presidente, o los cambios que echen aún de menos después de oirle, podrán reclamarlos de viva voz. O pueden esperar a la mañana siguiente y venir a reclamarlos aquí, a lo Juan Vicente Herrera —-mírate al espejo y dime que ves, presidente—-. ¿Están todos los barones conformes con la decisión de Rajoy de aparcar la renovación de cuadros regionales hasta después de las generales? Respuesta: no. ¿Habrá algún barón que lo exprese así, abiertamente? Respuesta: tampoco. Como mucho, será una baronesa en horas bajas la que exponga, si se anima, ese criterio. Esperanza Aguirre, en el largo canto del cisne que empezó para ella el 24 de mayo, anunció ayer, tres semanas de las elecciones, que abandona la dirección del Partido Popular de Madrid. Que lo abandona, o que lo abandonará cuando el partido celebre su próximo congreso extraordinario. Si de ella dependiera, ese congreso se haría no sólo antes de las generales, sino antes de las vacaciones de agosto. Habrá tardado en reunir a la direccion del PP para analizar las elecciones, pero ahora que lo ha hecho le han entrado las prisas. Hemos de hacerlo, dijo ayer, cuanto antes. Y lo dijo, claro, sabiendo que a los barones regionales que anunciaron antes que ella su abandono —Fabra, Bauzá, Rudi— se les hizo saber, desde Madrid, que quietos paraos, que es Génova quien decide aquí los calendarios. A aguantar sin menear más las cosas hasta que pasen las generales porque Rajoy no quiere más líos.
Si le preguntan a Esperanza Aguirre —luego se lo preguntaremos— los congresos regionales del partido se harían ya, antes de las generales y antes de que termine el verano. La lideresa menguante anunció ayer, tres semanas después de las elecciones, que dejará la presidencia de su partido en Madrid cuando éste celebre congreso extraordinario, y que ella entiende que ese congreso debería suceder cuanto antes. Cada palabra cuenta, sobre todo tratándose de Aguirre, y es en estas dos palabras donde está la clave de su discrepancia de fondo ——pulso lo llamarán otros—- con la dirección nacional del partido, que en resumen es con Rajoy. El cuanto antes de Esperanza frente al después de las generales que predica el presidente. Ella está hablando, aparentemente, sólo del PP de Madrid. Pero cabe pensar que si considera urgente convocar a los militantes para que sean ellos quienes vean qué hay que hacer con el partido (plantea elegir a la nueva dirección en voto directo de los militantes), debe de considerar igualmente necesario que el PP en toda España haga algo parecido cuanto antes. Rajoy ha atajado hasta hoy todos los intentos, bastante tibios, de promover cambios antes de su examen definitivo en las urnas. Estos ajustes de los que dará cuenta mañana vienen a ser el sucedáneo, la forma de neutralizar el clamor creciente que se percibió el 26 de mayo —de nuevo, Juan Vicente Herrera mediante— entregando unos trocitos de carne para que los lobos (más bien lobeznos) sigan siendo corderillos mansos. En la hoja de ruta de Rajoy, el partido debe quedarse como está —portavoz arriba, portavoz abajo— porque meterse en más berenjenales ahora mismo lo ve como un incordio que resta votos. En el diagnóstico de otros dirigentes, sin embargo, lo que procede es todo lo contrario: meterle un buen meneo al partido, no sólo de nombres sino de proyecto y de ITV ideológica, para poder acudir a las generales demostrando que ha sido recibida, y aceptada, la demanda de cambios. Ellos piden cirugía. Rajoy, una crema antiarrugas para tener mejor cara.