El Monólogo de Alsina: 'Oiga, ¿Quiere usted iniciar una guerra?'
Les voy a decir una cosa.
“Estimada Samantha”, decía la carta, “te responderé honradamente: no queremos declararle la guerra a nadie; créeme, nadie en Rusia lo quiere, queremos la paz para todos los pueblos del planeta y para todos los niños como tú”. Tenía, la carta, fecha de 25 de abril, un día como hoy, hace treinta y un años. La firmaba Y. Andrópov, y en la dirección del destinatario ponía Samantha Smith, pueblo de Manchester, estado de Maine, Estados Unidos de América.
Diez años tenía Samantha, alumna de quinto grado, cuando le echó un vistazo a la revista Time que sus padres recibían en casa y que hablaba del temor que se estaba extendiendo por el mundo a una devastadora guerra nuclear fruto de la tensión creciente entre Reagan y el nuevo hombre fuerte de la Unión Soviética, YuriAndropov, cabeza visible de lo que Reagan llamó el imperio del mal. La niña, que de mayor quería ser periodista, le dijo a su madre: “si todo el mundo tiene tanto miedo a que este señor inicie una guerra, ¿por qué nadie se lo pregunta a él: ‘oiga, ¿quiere usted iniciar una guerra?’” Y la madre, muy en madre, le respondió: “¿Y por qué no se lo preguntas tú?” , ahí, alimentando la vocación de la criatura. Ése fue el comienzo de la fama de que disfrutó Samantha Smith desde finales de abril de 1983 hasta el día que falleció dos años después en un accidente aéreo. La fama en Estados Unidos, la popularidad en la Unión Soviética --a donde viajó invitada por el Kremlin-- y la condición de embajadora de la paz más joven del mundo, que era como la presentaban en las entrevistas de la época. Porque Samantha escribió su carta y se la envió a la embajada soviética: “Tengo diez años, le felicito por su nuevo cargo, señor Andropov, y le comento que estoy preocupada por la posibilidad de que quiera usted una guerra con Estados Unidos. Dígame: ¿por qué quiere usted conquistar el mundo? Y si no quiere guerra, dígame entonces cómo ayudará a evitarla” .
La noticia no fue, claro, que una niña le enviara una carta a Andropov, sino que éste le respondiera. “Estimada Samantha, los rusos estamos ocupados en sembrar trigo, escribir libros y volar al espacio; no queremos ninguna guerra, ni grande ni pequeña. Te invito a que vengas a comprobarlo tú misma, te deseo lo mejor, etcétera” . Andropov nunca llegaría a conocer personalmente a la cría porque, para el verano, él ya estaba recluido en casa por su mala salud y porque en menos de un año fallecería, poniéndose así fin a un liderazgo efímero. A la Unión Soviética --cómo iba nadie a imaginarlo entonces-- le quedaban menos de siete años de existencia convulsa. Gorbachov ya era miembro destacado del Politburó, Reagan cumplía dos años y medio en la Casa Blanca y Wojtila, el papa polaco aliado de Walesa, golpeaba ya la cuña que agrietaría el bloque comunista y acabaría derribando el muro de Berlín y el telón de acero. Vladimir Putin era, en aquel momento, un treintañero que hacía labores administrativas en el KGB y que confiaba en que sus superiores vieran en él aptitudes suficientes como para enviarlo a la academia de espionaje de Moscú, el trampolín para hacer carrera en el servicio de inteligencia. Lo consiguió, y los años siguientes los pasaría como espía destinado en la Alemania del Este. Allí asistió al desmororamiento del imperio soviético que lo había seducido, a la caída del muro y al asalto popular a la sede de la Stasi. Cuando fue el edificio del KGB el objeto del asalto, reclamó instrucciones a sus jefes.
La respuesta fue: “Carecemos de órdenes, Moscú está callado”. Años después contaría Putin que fue en ese momento cuando entendió la extrema debilidad del estado para el que él trabajaba: “la enfermedad mortal que sufría la Unión Soviética --dijo-- se llamaba parálisis, parálisis de poder” . A su regreso a San Petersburgo empezó su carrera política, primero con Sobchak, luego con Putin. Desaparecida la URSS, quedaba Rusia. El nacionalismo ruso que el muy activo, y políticamente astuto, Vladimir llevaría a su máxima expresión reivindicándose como guardián de las esencias y escogiendo como referente histórico a Nicolás I. El Putin de veinticinco años después del KGB y el ocaso soviético ha consolidado un régimen de apariencia democrática y alma autoritaria, que cada vez destina más recursos a las fuerzas armadas y que ha hecho de la protección de los rusohablantes que residen en otros países argumento suficiente para intervenir militarmente en suelo extranjero. “Nunca consideraremos Ucrania como algo ajeno” , dijo el ruso cuando se anexionó Crimea, “Kiev es la matriz de Rusia”. Cuando le preguntaron si después de Crimea habría intervención rusa en otras provincias de la misma Ucrania sostuvo que no, “no hagan caso ---dijo--- a quienes repiten que sumaremos otras regiones porque no las necesitamos”. Bien es verdad que aquel fue un desmentido con letra pequeña adicional: la letra pequeña que dice “salvo en caso de que consideremos en peligro a la población rusófona o nuestros intereses”, cláusula lo bastante ambigua y, sobre todo, elástica, como para dar cobertura a cualquier actuación que a Putin le parezca oportuna. El gobierno de Ucrania está alegando que su operación militar en el Donbás está combatiendo el terrorismo, grupos armados al servicio de intereses extranjeros. Que viene a ser lo mismo que Putin alegó en Chechenia.
En este deja vu que se está viviendo estos últimos días en Ucrania (maniobras militares, revueltas prorrusas, batalla verbal y batalla de propaganda) las palabras más gruesas las ha pronunciado el primer ministro de Ucrania, este discípulo de Timoshenko apadrinado por la Unión Europea que se llama Yatseniuk: “Rusia”, ha dicho, “quiere iniciar una nueva guerra mundial, el mundo aún no ha olvidado la segunda y Putin ya quiere la tercera”. Le interesa al gobierno ucraniano encender todas las alarmas porque es parte afectada y, hoy por hoy, incapaz de hacerle frente a cualquier intervención militar de los rusos. Y nadie, probablemente ni siquiera Yatseniuk, cree en realidad que estemos al comienzo de un conflicto mundial, pero es la manera de intentar que aumente la presión sobre el Kremlin. Se busca niña con dotes diplomáticas que le escriba una carta a Vladimir Putin. “Estimado presidente ruso, enhorabuena por su cargo perpetuo; estoy preocupada por la posibilidad de que todo esto de Ucrania acabe en guerra mundial; dígame, ¿es eso lo que usted quiere, está usted empujando al resto del mundo hacia una guerra”. “Estimada Samantha”, le respondería el presidente ruso, “no te creas la propaganda de la sesgada prensa occidental. En esta historia, créeme, el pacífico soy soy, y el agredido, y, por supuesto, el bueno”.