El monólogo de Alsina: Hizo televisión, amó la radio
Era la música de Concha. Cuántas veces no preguntaron ustedes, los oyentes, cómo se llamaba esta canción.
Con esta canción empezó, en septiembre de 1994, el primer programa que hizo Concha García Campoy en nuestra cadena, “Noches de radio”. Con esta canción despidió el último programa de “Hoy es domingo”, diez años después. Entre medias, durante tres temporadas, el programa de Concha en Onda Cero fue éste programa. Suya fue “La Brújula”.
Un programa de radio es una criatura que se hace cada día, que se renueva cada temporada, pero que, a medida que van pasando los meses, y los años, va teniendo, también, historia. “La Brújula”, que está terminando ahora su temporada número veinte, es un programa con mucha historia. Y una de sus páginas, cuando todos éramos más jóvenes, la escribió Concha García Campoy. Que escribió, y le puso voz, como todos ustedes saben, a muchas otras historias de otros programas de la radio y la televisión. Su enorme popularidad se debía, seguramente, a la tele, a los telediarios de los ochenta con Manuel Campo Vidal. Pero su nombre, el respeto profesional que se fue ganando a pulso, lo conquistó en la radio. Ahí sigue, en antena también, veinticinco años después de su primera emisión, en los fines de semana de la Ser, “A vivir que son dos días”, cuya maternidad es de Concha.
Hizo televisión, amó la radio.
Desde esta radio, que fue suya; desde este programa, que hizo suyo, nuestro recuerdo, el de todos los que somos Onda Cero, a Concha García Campoy, y nuestro aliento a su familia y a las familias profesionales que tuvieron la suerte de acompañarla en TVE, en la Ser, en Antena 3 Radio aquel último año de 1994, en Punto Radio, y en Cuatro, y en Tele5 y en la Academia de la Televisión.
10 de julio de 2013. Esta tarde ha fallecido Concha García Campoy. Descanse en paz.
Les voy a decir una cosa.
Como han pasado veinte años, muchos ya no se acuerdan, pero aquel día de 1993 se organizó una buena en el Congreso de los Diputados. A Félix Pons, un señor de cejas casi tan pobladas como las de Alberto Ruiz Gallardón, le escucharon contar los periodistas que se había sentido incapaz y “completamente desesperado” aquella tarde, frustrado en su misión de arbitrar el debate en el Hemiciclo por el grado de tensión que había alcanzado el pleno.
Un diputado del PP, la oposición de entonces, tomó la palabra para acusar al presidente del gobierno de estar escondiéndose para no dar explicaciones sobre el caso de presunta corrupción del que hablaban todos los periódicos. Un ministro le respondió al diputado que lo que estaba en marcha era una operación para atacar al presidente, minando el sistema y perjudicando la credibilidad de España. La agarrada subió de tono y el grupo popular, muy indignado, acabó abandonando el Hemiciclo en protesta, dijeron, por el desdén del presidente del gobierno al Parlamento. El ministro que acusó a la oposición de estar perjudicando a España se llamaba JoséBorrell; el diputado del PP que acusó a Felipe González de cobardía por no dar la cara era Javier Arenas. El caso de corrupción, naturalmente, era Filesa y el personaje clave del escándalo, esto sí lo recuerda casi todo el mundo, era un contable. La noticia de aquella semana era un informe pericial entregado a Marino Barbero que describía el procedimiento empleado para financiar ilegalmente al partido camuflando ingresos a través de facturas falsas.
Hasta mil millones de pesetas. El partido en el gobierno, azuzado por la prensa y la oposición a dar explicaciones sobre las novedades que seguían surgiendo, emitió un comunicado. En él decía que había que dejar trabajar a la Justicia y que las cuentas del partido estaban claras. Prensa y oposición se llevaron las manos a la cabeza y reclamaron explicaciones más amplias y más sólidas. Izquierda Unida y el PP exigieron la comparecencia del presidente en el Congreso. Y cuando la exigencia fue ignorada le recordaron al presidente su obligación de atender a la opinión pública. Dijo Rodrigo Rato: “Tiene usted la obligación de dar la cara porque es usted el único que puede tranquilizar a la opinión pública”.
Veinte años después de aquello, la oposición parlamentaria ha dado hoy plantón al grupo del gobierno en la comisión que estudia la nueva ley de transparencia. El PSOE e Izquierda Unida reclaman que el presidente Rajoy dé la cara en el Parlamento sobre el caso Bárcenas. “No podemos pactar la transparencia mientras el presidente no aporte luz sobre las sombras de sospecha que le afectan”, han dicho los portavoces al anunciar su abandono. Tal vez González Pons sí recordaba aquel plantón de hace veinte años y por eso dijo que esto de hoy era “un sainete de parlamentarismo antiguo”; tal vez el ministro de Hacienda se sintió poseído por el espíritu de José Borrell y por eso acusó hoy de perjudicar a los intereses de España a aquellos que se hacen eco de “un batiburrillo de noticias que sólo buscan enfangar”, es frase suya. O tal vez es, simplemente, que esto de llamar antipatriotas a quienes critican comportamientos concretos del gobierno de turno no fue un invento de Zapatero, es un vicio en el que han incurrido todos los gobiernos que hemos tenido; que esto de cambiar de discurso según el escándalo sea propio o ajeno, y según se esté en la oposición o gobernando, es una tradición que los dirigentes del PP de ahora, con el caso Bárcenas, sólo están llevando a su máxima expresión.
Como han pasado veinte años -y a pesar de que algunos dirigentes políticos que hoy siguen en activo ya lo estaban entonces- muchos han olvidado que, cuando empezó Filesa, Felipe González calculó, erróneamente, que aquel asunto se esfumaría de las primeras páginas en un pis pas (le pasó con todos los escándalos que fueron salieron) y que no tenía ni obligación ni necesidad alguna de andar respondiendo preguntas sobre una historia de la que se había enterado por la prensa. En su primera cita con periodistas tras el estallido de aquel escándalo, estando de visita en Tokio, el presidente eludió responder sobre las cuentas de su partido para hablar únicamente de bonsais, de cómo el bonsai es la matriz cultural de Oriente, eso dijo. Aznar declararía luego que esta actitud del presidente, evitando el tema, era impresentable. El único dirigente político que respaldó a Felipe en aquella actitud silente fue Jordi Pujol, cuya forma de financiar el partido (aún no había empezado a funcionado la lavadora del Palau) ya era objeto de rumores y sospechas.
La historia de los escándalos políticos en España enseña que un contable con cajas llenas de papeles puede crearle a un partido político muchos problemas; que la instrucción de los sumarios se acelera cuando un acusado que hasta entonces lo negaba todo empieza a cantar la traviata (añadiendo, a menudo, a los hechos reales insidias con vocación de vendeta); que los comunicados son papel mojado antes incluso de emitirlos y que esquivar al Parlamento y regatear a la prensa sólo sirve para incrementar la impresión de que uno se está escondiendo.
Al día siguiente de aquel pleno parlamentario de marzo del 93 en que la oposición abandonó el hemiciclo en protesta por el escapismo del presidente, Felipe González acudió a un acto de la universidad autónoma de Madrid y fue sonadamente abucheado por varias decenas de estudiantes. Fue allí, descolocado y manifiestamente incómodo por el recibimiento agrio, donde acabó haciendo Felipe lo que no había querido hacer ni ante la prensa ni en el Parlamento. “Independientemente de las responsabilidades legales que dictamine la justicia”, dijo, “el PSOE asumirá las responsabilidades políticas que le correspondan; yo, como responsable del partido, estoy dispuesto a asumir la mía". “¡Dimisión!”, gritó uno de los estudiantes.
Y dijo Felipe: “Si me compete la responsabilidad de dimitir, también estoy dispuesto a ello”. Los periódicos del día siguiente destacaron mucho esta frase. Que sólo era eso, una frase de Felipe. Aún estuvo tres años más en el gobierno, le estallaron muchos otros casos y nunca entendió que le correspondiera dimitir. Siempre vio aquellos escándalos como una operación urdida por sus enemigos para descabalgarle del cargo. Y es verdad que sus enemigos deseaban verle descabalgado, pero eso no desmentía la existencia de los escándalos y la obligación de responder a las sospechas y las denuncias. (Alfonso Guerra, por cierto--no sé si esto lo cuenta en sus memorias--, dijo aquel día que Filesa no tenía absolutamente nada que ver con el PSOE, que el juez Barbero se estaba extralimitando y que el abucheo a Felipe en la Autónoma lo había organizado el Opus Dei.