El monólogo de Alsina: El mayor fracaso para Tsipras sería que no pasase gran cosa
Les voy a decir una cosa.
A las tres de la tarde asumió el cargo Alexis Tsipras. Si no han guardado los griegos luto por Demis Rousos, menos lo iban a guardar por Antonis Samaras, el primer ministro conservador al que le han dado la patada. Dicho y hecho, en Grecia no hay ni periodo de gobierno en funciones ni traspaso de poderes que dura un mes.
Syriza ganó las elecciones anoche, consiguió esta mañana el apoyo de los diputados que le faltaban para la mayoría absoluta (en concreto, lo diputados de la derecha euroescéptica) y, asegurada la estabilidad del nuevo gobierno —como diría Susana Díaz, la estabilidad)—, Tsipras se ha convertido esta tarde en jefe del gobierno griego. En esto, y como dice Pedro Sánchez, Grecia no es España.
La primera de las previsiones política de este 2015 en Europa, por tanto, está cumplida. Syriza se presentó como alternativa no sólo al gobierno consevador que había hasta ahora, sino a los gobiernos conservadores y socialdemócratas que ha habido en los últimos años y al modelo económico y político que ha acordado Europa.
“La historia nos espera”, dijo Tsipras hace más de un año. Pues la historia ha llegado. Para Tsipras y para Grecia.
Tiene asumidos dos grandes compromisos:
· Darle la vuelta a la situación económica. Esto que él llama “poner la economía al servicio de las necesidades humanas”.
· Y regenerar la democracia en su país. Ha garantizado una forma nueva de relación entre la sociedad, sus legisladores y su gobierno. Abriendo cauces que hoy no existen para que los votantes se sientan tenidos en cuenta.
Lo primero, la cosa económica, depende de muchos factores y no es cosa de un día para otro. Lo segundo depende sólo del impulso de Tsipras y va a ser el primer ámbito en el que comprobar cómo se pasa —si es que se pasa— de las palabras a los hechos, de la promesa al cumplimiento.
El nuevo referente de la izquierda no socialdemócrata europea, el joven Tsipras, da ese paso crucial que cambia tu actividad y la percepción que los demás tienen de ti: de juzgar lo que hacen los demás, a que te juzgen a ti por lo que haces tú como gobierno. El paso de demostrar ahora (o desmentir, según como le salga el intento) que se puede gobernar un país ignorando lo que quieran o esperen de ti los mercados, los inversores que te prestan. De demostrar, o desmentir, que nos puede convencer a sus socios europeos de que aceptemos menos dinero a devolver y en más tiempo. De demostrar, o desmentir, que se pueden financiar los servicios públicos en Grecia, incluso aumentarlos, subiendo los impuestos a los más ricos. De demostrar, o desmentir en fin, que uno puede darse de baja en la política de austeridad (así llamada la política común europea) sin darse de baja, a la vez, del euro.
La novedad histórica no es tanto que haya ganado una joven coalición de partidos de izquierdas que ha arrinconado a los dos partidos tradicionales, ni siquiera que el cambio que tiene prometido vaya mucho más allá de si se paga (o a cuánto se paga) la deuda, la novedad es que ha llegado al gobierno un partido euroescéptico. Si en las últimas europeas, aun ganándolas el PP europeo, el fenómeno más interesante fue el crecimiento de las formaciones euroescépticas (muy diferentes entre ellas pero coincidentes en su oposición a la integración europea), el fenómeno que ahora comienza —e iremos viendo si se produce en otras naciones de Europa— es el del euroescepticismo en el gobierno.
El euroescepticismo, entendido ¿cómo? Ésta cuestión es relevante porque en el bombo de los euroescépticos están gentes tan dispares como Grillo o Marine Le Pen, por poner dos nombres, incluso algunos de ellos rechazan la etiqueta de euroescépticos. En Syriza, por ejemplo (como en IU o en Podemos), dicen: “no estamos ni contra Europa ni contra el euro, estamos contra esta idea de Europa y esta política económica que la inspira”.
Pero el asunto de fondo —más allá de la deuda y de si hay que apostar más o menos por la inversión pública— el asunto, y el debate de fondo, se llama integración y soberanía. Qué parte de las políticas estamos dispuestos a compartir con los ciudadanos de los demás países europeos (asumiendo que podemos estar en minoría y tener que aceptar entonces una política común que no nos guste) y qué parte nos reservamos como competencia nacional exclusiva (aquello sobre lo que sólo decidimos nosotros, los españoles, o los griegos en Grecia, al margen de si les gusta o no, incluso si les perjudica, a nuestros compañeros de viaje europeos).
Si la construcción europea pretende —y así se ha planteado hasta hoy— como un proceso en el que vamos compartiendo cada vez más decisiones, en detrimento de los parlamentos nacionales y dando cada vez más peso a un parlamento común europeo, el objetivo último sería que todas nuestras políticas fueran comunes, tal como ya lo es, para los diecinueve de la zona euro, la política monetaria. Compartimos la moneda, luego compartimos la política monetaria. Ahora la pregunta es: ¿hay que compartir también la política económica?
Cuando Podemos dice que la soberanía debe ser nacional, está impugnando ese concepto de construcción europea basada en la progresiva cesión de soberanía. Pablo Iglesias lo presenta —lo hizo esta mañana— como soberanía nacional en oposición a la troika y el bundesbank —es un planteamiento más fácil de comprar porque identifica como enemigo de nuestra soberanía patria a Alemania y su política económica—. Pero el pulso está planteado, en realidad, entre soberanía nacional o soberanía europea. De nuevo: la política económica de un país euro debe decidirla el parlamento de ese país o, en la medida en que afecta a los demás socios que comparten moneda, deben decidirla entre todos. Ésta es la historia.
Si en la Unión Europea se ha aplicado la política del equilibrio presupuestario no es porque exista Merkel —o no sólo— es porque hoy, en Europa, la mayoría de los parlamentos nacionales tienen mayorías conservadoras o socialdemócratas. Y ambas formaciones hicieron suyo el programa de la austeridad. El nuevo gobierno griego entiende que esta política económica que ha decidido Europa (sus gobiernos nacionales y sus parlamentos) es no sólo errónea, sino contraproducente. Y en coherencia, reclama que se cambie. Y es aquí aparece el pulso: si los demás países (sus gobiernos y sus parlamentos) entienden que esa política debe mantenerse, qué hacemos. Hasta este momento lo que han hecho todos los gobiernos ha sido conciliar la política común con iniciativas propias que les permitan decir a sus ciudadanos: sin salirnos de lo acordado, tenemos margen para tomar nuestras propias decisiones. Cumpliremos el déficit, pero no bajaremos las pensiones, cosas de éstas. Pero ahora surge un nuevo gobierno en Grecia que lo que impugna es la política común. Reclama su soberanía nacional para hacer lo que estime oportuno, incluso si los demás socios del euro entienden que ellos pueden salir perjudicados.
No es sólo el pago de la deuda o el cumplimiento de los memorándums, por tanto, el debate que está ya planteado (y es el que en perspectiva tiene mayor recorrido) es quién decide la política económica de la zona euro: si todos los gobiernos, y sus parlamentos, cediendo y pactando una base común para todos, o cada parlamento nacional por su cuenta. Si habiendo aceptado una misma política monetaria para los diecinueve del euro, no aceptamos, en cambio, una misma política económica.
Con la victoria de la nueva coalición de izquierdas, forjada hace apenas diez años, cae un mito. Ése que dice que el régimen bipartidista de las democracias europeas no permite que aparezcan nuevos partidos con opciones reales de gobierno. Cuántas veces hemos escuchado este diagnóstico en boca de IU, de UPyD, de Pablo Iglesias en sus comienzos. Socialistas y populares controlan todos los resortes y tienen secuestrada la libertad de los ciudadanos. Resulta que no.
Resulta que la sociedad escoge quién quiere que le represente en el Parlamento. Un partido nuevo ha desbancado a los dos tradicionales en Grecia y un partido nuevo, según las encuestas, desbancaría hoy a los dos tradicionales en España. Aquello de que el bipartidismo, el turnismo, estaba blindado se ha demostrado falso. Si hasta hoy ganaba siempre uno de los dos tradicionales, en Grecia y en España, es porque los demás partidos nunca consiguieron reunir más apoyos que ellos. Pero posible es. Grecia lo prueba. En Grecia no ha surgido un partido nuevo sino dos: la coalición de la izquierda radical Syriza y el Amanecer Dorado en el otro extremo del arco político (y hoy tercera fuerza política).
El mayor fracaso para Tsipras sería que no pasase, en realidad, gran cosa. Que acabara no diferenciándose mucho la gestión de su gobierno y la de los gobiernos que ya había. Lo peor, para Tsipras, no sería que se confirmara el apocalipsis que anuncian los profetas del miedo, sino que no llegara a confirmarse la resurrección que él tiene prometida. Que habiendo apostado por el cambio total, las cosas, para los griegos, cambiaran poco.
Se ha comprometido nada menos que a poner fin al dolor, al sufrimiento, a la precariedad, a las dificultades. Si lo consigue, nada más lógico que eso tenga un efecto contagio en el resto de Europa: si allí han encontrado la formula magistral que lo cura todo, apliquémosla todos y salgamos de una vez del hoyo. Ahora, si no lo consigue y la Grecia de Syriza se parece enormemente a la Grecia de los Samaras, los Papandreu y los Karamanlis, entonces se habrá venido abajo la utopía. Aparecerá la señora Merkel con el ya lo decía yo: “No se empeñen ustedes en soñar, porque no existe otro camino”.