El monólogo de Alsina: Un artículo, dos votaciones y quince días
Les voy a decir una cosa.
Un artículo, dos votaciones y quince días. Eso separa, hoy, a Felipe de Borbón de la corona. Un artículo que es, en realidad, toda una ley orgánica.
¿Qué es una ley orgánica? Aquella que regula principios contenidos en la Constitución. Dada la relevancia de la materia, se requiere que sea aprobada con, al menos, la mitad más uno de los diputados. No basta que sean más los síes que los noes, ha de haber síes equivalentes a más de la mitad de la cámara. Esta ley que hoy nos ocupa es la continuación, treinta y seis años después, de aquello que los constituyentes escribieron en la Carta Magna a modo de puntos suspensivos: “las abdicaciones se resolverán por una ley orgánica”.
Sólo ahora ha habido que resolver una abdicación y solo ahora se pone el legislador -el Parlamento- a la tarea de regularlo. ¿Por qué? Porque en contra de lo que muchos dicen estos días, la decisión de dejar de reinar no le corresponde, en rigor, al rey. Suya es la potestad de tomar la iniciativa, anunciar el deseo de dejarlo, pero es el Parlamento -la sociedad allí representada- quien decide. ¿Cabe pensar que las Cortes le digan al rey que no procede su abdicación, o sea, usted sigue? Hombre, en la realidad, no. Sabemos que eso no pasa. Pero en la teoría, sí, podría suceder. Y aquella ley que, se dejó escrito, debía hacerse para resolver abdicaciones tiene que ver también con esto.
Propuesta de ley, cortita, ya tenemos. El consejo de ministros ha alumbrado un texto que ya va camino de quien tiene que convertirlo, o no, en ley: de nuevo, el Parlamento. Caso de que la ley se apruebe, será efectiva la abdicación que ayer transmitió el rey al gobierno y a la opinión pública. Entonces sí saldrá un rey para entrar otro. Dos votaciones separan a don Juan Carlos, a don Felipe, al país, de ese momento. Primero la votación del Congreso, después la del Senado.
Doble cámara, el modelo que, sabemos, está en vigor en España pese a cada cierto tiempo nos preguntemos si el Senado sirve para algo y, pese a la respuesta mayormente negativa, siga existiendo. ¿Por qué? Porque a día de hoy el modelo no lo hemos cambiado. Dos votaciones ---350 diputados, 266 senadores--- que nos representan a los ciudadanos. Hay quien dicen: que no, que no nos representan, que no. Bueno, a día de hoy, y puesto que fueron elegidos en urnas con la misma ley que los eurodiputados que hemos escogido hace diez días, pues sí, son ellos quienes nos representan. ¿Qué va a votar cada uno de estos parlamentarios? Interesante, viejo asunto también éste de cómo vota cada diputado.
Habiendo 350 de ellos, cada uno con su cabecita y su raciocinio propio, en rigor habría que ir preguntándoles uno por uno para saber lo que cada uno piensa. Pero existe, lo sabemos -existe porque todos los diputados así lo desean y lo han practicado siempre- la disciplina de voto, que significa que, salvo sorpresas de última hora, es posible saber a priori el resultado haciendo la cuenta por grupos, dado que sus diputados siempre votan en un mismo sentido. Es así como ya sabemos qué pasará (el resultado final, que no evita que cada diputado diga en la cámara lo que le parezca, sólo faltaba). A favor de la ley que da por buena la abdicación, los 185 diputados del PP, los 110 del PSOE, los 16 de CiU (Artur Mas), los 5 de UPyD, los dos de Coalición Canaria, uno de UPN, uno de Foro. En contra, los 11 diputados de la izquierda plural (IU, Iniciativa, Chunta), los del Esquerra, el Bloque, Compromís, Geora Bai y Amaiur. Éste es el Parlamento, estos son los votos que, salvo sorpresa, serán emitidos.
El PNV explica su abstención porque rechazar la ley equivale a no avalar la abdicación, es decir, que siga don Juan Carlos. La izquierda plural, bastante más clarita, dice lo que todo el mundo sabe: que ellos no quieren monarquía sino república, ¿qué van a votar?, pues que no haya sucesión, que esto se acabe con el rey de ahora y punto. Cayo Lara vive, en ese sentido, un momento dulce: esta bandera siempre la ha portado él -no sólo él, porque republicanos los hay en todos los partidos, también hay republicanos de derechas- y está en condiciones de protagonizar la defensa de esa tesis en el Congreso. El PSOE, teniendo también diputados que se definen republicanos, garantiza que todos sus parlamentarios, y los del PSC, votarán favorablemente la ley. Dices: no sé si está el PSOE para garantizar mucho con tanta marea interna. Pues también es verdad, pero mientras no se demuestre lo contrario, Rubalcaba dice que él garantiza.
IU y otras organizaciones que aspiran a república piden, como primer paso, referéndum. Dicen: qué mejor momento que éste de fin de reinado. También hay republicanos que creen que es al revés, que éste sería el peor momento para hacer una consulta como ésa porque los españoles, como diría Rubalcaba, enterramos bien y porque el efecto novedad que supone Felipe le ayudaría a obtener buen resultado. Si quieres república, haces un referéndum y gana Felipe de calle, a ver cuántos años pasan hasta que puedas reclamar el siguiente. Casi esperamos a que haya más masa crítica contra el nuevo, dicen estos, porque siendo al final una opción entre regímenes políticos -monarquía parlamentaria, república presidencialista- acabaría siendo un plebiscito: Felipe sí, Felipe no.
La demanda de referéndum la van a seguir planteando, en todo caso, estas organizaciones -en los parlamentos donde tienen presencia, en los medios, en las concentraciones de la calle- al tiempo que el Parlamento va a ir completando ese camino que conduce a la proclamación de Felipe, en quince días, como rey de España. A partir de ahí, será él -y dependerá de él- el grado de apoyo, de confianza, de afecto que mantenga, gane o pierda la corona.
La mejor forma de echarle una mano al Príncipe es no ahogarle en jabón. No ayuda que la mitad de los medios se conviertan ahora en el Hola. Ni es un recién llegado ni es un desconocido para el país que ha ido creciendo, madurando (y algunos ya envejeciendo), a la vez que él. No es una expectativa sobre la que haya que animar a la gente a apostar por ella. Es un producto contrastado y conocido.
Hay mucha buena voluntad, sin duda, en quienes nos lo siguen describiendo como un joven bienintencionado y en perpetuo proceso de formación, pero padre ya tiene uno, don Juan Carlos, y huelga el paternalismo asfixiante de quienes se sienten convocados a una suerte de misión blindaje que no consta que don Felipe haya pedido. Ya se ha desempeñado como príncipe todos estos años y ya hay materia, más que suficiente por tanto, para que los ciudadanos se pregunten ellos mismos qué tal príncipe ha sido.
No lo ahoguen en jabón, que recelamos los españoles del exceso de espuma. El Príncipe es joven. Pues hombre, sí, eso nos gusta pensar a los cuarentones, que seguimos en lo mejor de nuestra juventud. Pero vamos a tratarle como lo que es, un señor de 46 años que está en el mundo, que sabe de qué va el mundo y que conoce el país en el que vive.
Un señor que piensa por su cuenta, que procura documentarse antes de formarse un juicio de las cosas y que no es sectario. Solo con eso, con que siga acreditando eso, ya le tiene bastante ganado en la comparación con otras figuras relevantes de nuestro ámbito institucional o político. Carece de corte, y de cohorte, y él sabe mejor que nadie lo conveniente que es que siga careciendo.