El ajuste
Les voy a decir una cosa.
A la segunda guerra mundial apenas le quedaban unas semanas cuando en la Palestina bajo administración británica, en Tel Aviv para más señas, vino al mundo un crío al que sus padres, los señores Perlman, llamaronIzthak. Era un chaval muy vivo, muy rápido, muy inquieto. A sus padres se les vino el mundo encima cuando, a los cuatro años, el médico confirmó que el niño sufría poliomelitis y que requeriría, durante toda su vida, de muletas para poderse desplazar. Pero el crío se adaptó a las circunstancias mucho mejor de lo que sus padres nunca sospecharon y encontró en la música una afición (y una pasión) que tampoco nunca le abandonó.
Izthak aprendió a tocar el violín. A veces soñaba con poder hacerlo de pie, como hacen los solistas, erguido ante un público exigente que inundara un auditorio imaginado. Pero él, claro, siempre tocaba sentado. Pero tocaba tan bien que pronto empezó a hacerse un nombre. Su talento despuntaba y su destreza con los dedos crecía según se iba haciendo adulto. Perlman se convirtió en lo que hoy es: un maestro, un violinista idolatrado. En cierta ocasión, cuando ofrecía un concierto en Nueva York, con el público entusiasmado, se le rompió una cuerda a su violín. Horror, qué desastre. Todo el mundo se quedó en silencio. La orquesta se detuvo. El público no se movió. Cualquier otro solista habría reaccionado presto, habría pedido permiso para salir a buscar un violín de repuesto que él mismo se encargaría de afinar para poder seguir con el repertorio previsto. Pero Perlman, Perlman apenas puede moverse, y Perlman casi nunca reacciona como lo harían los demás. De manera que...cerró los ojos un instante, sonrió, volvió a abrirlos y le indicó al director de orquesta que continuara. Interpretó el resto de las piezas con una cuerda menos en el violín, y cuando el concierto terminó con el público puesto en pie, ovacionándole, él levantó el arco, pidió silencio y dijo: “Han de entender ustedes una cosa: el deber del artista es descubrir cuánta música puede hacer con las cuerdas que le han quedado”.
La anécdota la recuerda Leopoldo Abadía en el libro nuevo que ha publicado -y del que hablaremos con él esta noche- para ilustrar eso que se llama “el ajuste”. Ajustarse consiste en saber cuánta música podemos hacer con las cuerdas que nos han quedado. Ajustarse es ser capaces de seguir haciendo música aunque los instrumentos se nos hayan averiado. Y el ajuste, bien lo sabemos, no es patrimonio de las administraciones públicas o de las empresas: el ajuste es una realidad en España desde hace ya unos cuantos años en la mayoría de los hogares.
Anoche comentábamos que de esta maldita crisis que está durando tanto sale, probablemente, un mayor grado de exigencia de los ciudadanos a quienes gestionan los recursos públicos. Hasta ahora esperábamos de ellos honradez en el manejo de lo público. Ahora reclamamos, además de honradez, eficacia. Criterios adecuados para priorizar, argumentos solventes para recaudar y seriedad en el cumplimiento de las cuentas. Nunca nos había interesado tanto saber a cuánto asciende el déficit de nuestro país, la deuda de nuestra comunidad autónoma o las facturas sin pagar de nuestro ayuntamiento. Si ayer se tuvieron que retratar los gobiernos municipales ante Hacienda enviando la lista de proveedores -cuánto tiempo esperando y por cuánto- hoy son las comunidades autónomas las que han quedado retratadas por la contabilidad del Banco de España, que informa de que los gobiernos regionales deben en total 140.000 millones de euros en deuda.
El dato, por sí solo, igual dice poco. Si se le añade que desde el año 95 la deuda no ha parado de crecer o que en el último año ha crecido un 17 %, nos hacemos ya una idea de la tendencia que han seguido los gobiernos autonómicos en estos años: tanto en la bonanza como en la recesión, han tirado cada vez más de endeudamiento. Unos más que otros, también es cierto: la horquilla va de los 42.000 millones que debe Catalunya a los 900 millones de La Rioja.
Los tres puestos de cabeza en deuda, por detrás de Catalunya, les corresponden a la Comunidad Valenciana, Madrid y Andalucía. Es cierto que la cuantía de la deuda está en niveles equiparables a otras regiones europeas, pero el problema de las comunidades españolas es que lo tienen crudo, ahora mismo, para financiarse. No pueden vender bonos porque no hay quien se los compre, y eso complica la refinanciación de la deuda que ya tienen y, en el peor de los casos, el funcionamiento de los servicios que ya prestan -lo ocurrido en Valencia o Cantabria con los colegios es un ejemplo-. En su empeño por ir menguando el tamaño de las administraciones públicas, tiene prometido el gobierno Rajoy meterle mano al sector público.
Bien es verdad que, hasta la fecha, las medidas en este ámbito han sido poco menos que testimoniales. No hay todavía un plan que merezca tal nombre de reducción del sector público autonómico y apenas hay cambios, de momento, en las grandes empresas públicas que controla el Estado. Se ha puesto tope a los salarios de los ejecutivos y al tamaño de los consejos de administración, pero no se ha deshecho aún el Estado de empresas susceptibles de ser privatizadas (el argumento es que vender ahora sería malvender, porque no hay mercado para obtener buen precio).
El gobierno no entra aún con el buldozer, digamos, pero sí nos saca palomitas, pitas pitas, para tenernos entretenidos. Y así, ha informado hoy de que se deshace de cuarenta y cinco sociedades, que algunas eran todas suyas y otras, en parte. Empresitas que se crearon hace años y ahí se quedaron, apolilladas pero con consejos de administración que aún funcionaban. Como Barcelona Holding Olímpico, Remolques marítimos, la Sociedad Pública de Alquiler o la más marciana de todas, Carmen, la comida de España 1992, una compañía que se creó para promover la dieta mediterránea con alimentos preparados y cafeterías en las estaciones de tren en la que el Estado aún tiene una participación minoritaria. A la espera del buldozer, Soraya ha entrado en el trastero de las sociedades inútiles con escoba y recogedor para hacer limpieza.