Faltan unas horas para saber si al presidente del Gobierno le merecemos la pena. Si continúa "al frente del Gobierno o renuncia a este honor". Eso anunciaba en su carta sorpresa del miércoles y desde entonces, desde que se retiró a sus aposentos a reflexionar, no hemos sabido nada más. Bueno, algo sí sabemos.
Sabemos que tanto en el PSOE como en el Gobierno están totalmente desconcertados porque nadie sabe nada de lo que va a anunciar. Sabemos también que la situación es totalmente anómala. Sabemos que decida lo que decía, haberle dado la espalda durante cinco días no solo a las personas que le rodean, también a las instituciones que representa, difícilmente fortalecerá la confianza de unos y de otras.
Sabemos también que las movilizaciones convocadas en su apoyo no han logrado ser ni transversales ni multitudinarias. Solo 5.000 personas marcharon ayer hacia el Congreso en apoyo a Sánchez y unas 12.500 se concentraron el sábado frente a la sede del PSOE.
La verdad es que no lo tenían fácil los convocantes. Cómo iba a serlo tratar de movilizar a la gente en apoyo a la democracia, eso decían, en nombre de alguien que no cuenta con ninguno de sus cauces, ni siquiera el parlamento, para este momento. Si la decisión que hoy comunicará el presidente dependía de lo masivo que fuera el respaldo popular en las calles, Sánchez seguramente se vaya. Si dependía de lo unánime que viera que es el cierre de filas dentro de su partido y su Gobierno a lo mejor se queda. Porque en el PSOE, además de estupor, sí ha habido unanimidad.
Eso sí, como Sánchez se vaya no inspira mucha confianza en el reemplazo haberse pasado todo el fin de semana repitiendo que ay del partido, qué digo del partido, ay del país, qué digo del país, ay de la democracia como Sánchez se vaya. También sabemos que Sánchez llamó a reflexionar contra la polarización. Y difícilmente va a mejorar ante tanta cizaña al conmigo o contra mí.
¿Moraleja?
Es evidente que la democracia no depende de lo que decida hoy el presidente