El niño me ha salido malo
Por el profesor y escritor Javier Arias Artacho
La Ribera |

La serie Adolescencia, en Netflix, se ha convertido en un inesperado éxito. Todo el mundo habla de ella y en el entorno de la docencia, aún más. Su éxito no solo radica en su técnica narrativa, original y arriesgada a la vez, sino en su temática: el ecosistema adolescente del siglo XXI. A veces caigo en la tentación de pensar que es un asunto que no sacude a la sociedad, a no ser que un menor se tire por la ventana, unos retrasados emocionales agredan a un compañero con parálisis cerebral o, simplemente, que los incidentes acaben con alguna muerte, que darse se da, como plantea esta serie británica. Siento que una gran parte de la sociedad vive al margen de la degradación de la escuela y del comportamiento adolescente. Hay que ser educador para ser conscientes del tsunami de frustrados que estamos alimentando desde nuestras aulas.
La sociedad ha cambiado y, por ende, la realidad de nuestros niños y jóvenes también. Y no se trata de que la adolescencia sea diferente a lo que fue desde antaño. Ser joven conlleva inmadurez, desborde emocional, radicalidad y, al mismo tiempo, mucha, mucha confusión. Sin embargo, no es un problema estrictamente de ellos, sino el marco que se les está dando para crecer. Y en esto tiene mucho que ver la familia, el sistema educativo y, cómo no, la sociedad. ¿Y qué es lo que permite nuestra sociedad occidental, en general? Pues el veneno de la permisividad, ese pobrecitos que les corta las alas; la laxitud en la disciplina y el respeto a la autoridad; la degradación del valor del esfuerzo y de aquellos valores humano-cristianos que tanto bien hicieron en generaciones anteriores, que parece que solo vemos lo malo del pasado.
Este es el contexto en el que juegan nuestros adolescentes: padres que dan coarta a sus errores y, por tanto, deslegitiman la autoridad del profesorado, y tengo anécdotas a este respecto que sonrojarían hasta el ridículo; un sistema académico que no les exige el esfuerzo como actitud irrenunciable para superar las materias y, por supuesto, la meta de ser ricos y vivir de lo que les hace felices. No escucharemos mucho la importancia del sufrimiento, del soportar, de la resiliencia. Nuestros sistemas académicos fabrican jóvenes que piensan que la existencia es un tobogán hacia lo que se les da la gana y los hace felices, momentáneamente, por supuesto. Solo lo que dura el capricho.
Gracias a Dios, no todos nuestros jóvenes son así, ni todas las familias actúan igual, ni tampoco toda la escuela renuncia a su deber de educar con mayúsculas, pero sí creo que es lo que se impone. Todos sabemos que el mundo luego no es así. Todos sabemos que la vida no es permisiva, que hay que luchar y debemos respetar las normas. Sin embargo, nuestro sistema no los educa para ello, sino, en muchos casos, para lo contrario, de tal forma que se asomarán a la vida frustrados porque lo que aprendieron no les funcionará. Entonces ya nadie les dará palmaditas en el hombro y los padres se preguntarán qué hicieron mal. Nadie será responsable de nada, solo la mala suerte. ¿Qué quiere que le diga?, dirán. El niño me ha salido malo.