Un domingo más nos acercamos al mundo de la ciencia de forma sencilla de la mano de nuestro divulgador científico, Mario Viciosa. Esta semana hablamos del exitoso despegue del James Webb, el mayor telescopio jamás enviado al espacio, también con Pablo G. Pérez González.
El observatorio James Webb contiene un telescopio tan potente que es capaz de ver la luz de estrellas que se apagaron hace cientos de millones de años. No es lo que se dice viajar en el tiempo físicamente, porque a ese telescopio en órbita no nos podemos subir, pero sí es como abrir una caja de viejas fotos abandonada en el desván, donde salen nuestros "tatarabuelos estelares".
Esos "tatarabuelos estelares" son galaxias muy lejanas en el espacio y en el tiempo. Las primerísimas. Tan alejadas en un universo que se expande que su luz, débil y antigua, sigue vagando por ahí aunque sus estrellas murieran hace cientos de millones de años.
Este James Webb actual se empezó a planificar cuando apenas estaba dando sus primeros pasos el Hubble. Sobre todo porque el Hubble vio que, en un trocito de cielo aparentemente oscuro, había mogollón de galaxias. O sea, que nos demostraba a los humanos, allá en los noventa, que el universo tenía mucha más miga de la que pensábamos. Y eso espoleó nuestra ambición. El Hubble vimos que se nos quedaba pequeño según lo habíamos puesto en marcha.
Este telescopio nos dará imágenes distintas a las del Hubble, llenas de galaxias y nubes de gas y polvo de colores. Científicamente, la NASA y la ESA buscan allá donde la mirada humana no puede llegar. La luz visible se nos queda corta para ir tan lejos.