Frente al caos, el orden, la ley y la segunda enmienda de la Constitución, pues es Trump quien ha recomendado a sus compatriotas recurrir a las armas domésticas para protegerse de los disturbios, más o menos como si estuviera congregando un ejército civil.
Se le han complicado las cosas al presidente. Me refiero a la reelección. Trump era un maestro en resolver los problemas ficticios -el muro, el Islam, los chinos, los terroríficos inmigrantes ilegales-, pero le han sobrepasado los problemas reales.
El caso más elocuente es la gestión nefasta del coronavirus. Y los problemas económicos derivados de la emergencia sanitaria, hasta el extremo de que el desempleo puede alcanzar el 15%.
Si es verdad que los americanos votan con el bolsillo, el bolsillo no favorece las opciones de Trump, pero Trump espera que los americanos voten con el miedo. No todos los americanos, sino aquellos para quienes él gobierna, más bien blancos y varones, y más del centro que de las costas.
Trump es el presidente de la polarización. Y la polarización explica los argumentos con que ha categorizado las revueltas. Que no son reflejo para él de la disgregación y la discriminación, sino una conspiración demócrata a la que ha llamado terrorismo interior.
No conviene subestimar a Trump, pero la euforia con la que aspiraba a su reelección se ha desdibujado en la crisis sanitaria, social y económica. Y si el coronavirus no se cura con la lejía, tampoco la depresión va a cicatrizarse con la Biblia.