El monólogo de Alsina: El ébola se ha colado en nuestro castillo europeo
Les voy a decir una cosa.
“Ahora que os explota el miedo en la cara, habla y habla y habla”. José Luis Garayoa, misionero (y médico por necesidad) en Sierra Leona, África. Le recordó esta mañana a Herrera-bueno, nos recordó esta mañana a todos- que se están muriendo muchos por el ébola.
Ojos que no ven. El recuento hora a hora, aquí, de las personas que han presentado fiebre alta. Y la viga, entretanto, en África. En una punta de África, los países del club de la miseria.
El virus se ha colado en nuestro castillo europeo. Ha saltado el plástico que nos protegía del enemigo invisible y africano. Consternación general. No se habla de otra cosa desde hace cuarenta y ocho horas. Cierto que el virus lo trajimos nosotros, los europeos, cuando trajimos al misionero con el ébola, o cuando trajimos a aquel enfermero británico repatriado a Londres, o a aquella doctora francesa repatriada a París, pero al virus lo tuvimos recluido, encerrado en esa tierra de nadie que llamamos habitación de aislamiento -convertida la habitación de un hospital de Madrid en legación diplomática de los países infecciosos, la embajada del ébola en Europa-.
Aunque decimos ahora que el ébola ha llegado a España, el ébola ya estuvo aquí, sólo que esta vez -algo ha salido mal- ha burlado nuestro muro de primer mundo, nuestra valla de látex, la coraza de plástico que había de protegernos -salvarnos- de este virus de pobres. Mientras nos creímos triunfantes porque el plástico había cegado el paso al bicho todo fue bien, éramos un ejemplo de profesionalidad en el tratamiento de enfermos infecciosos. El avión medicalizado -pasen y vean-, un hospital entero evacuado.
Los médicos que atendían al misionero Pajaresexplicaban en las entrevistas que siempre estuvo todo en orden, el aislamiento, las precauciones. Cuatro enfermeros y cuatro auxiliares por turno, de mañana, tarde y noche. El personal contaba a los periodistas cómo el color del traje identificaba el nivel de protección: el blanco para quienes se están a menos de un metro de Pajares, con escafandra y respiración autónoma; el amarillo para quienes no se acercan tanto, la mascarilla, las gafas. Algún sindicato se quejó de que la formación del personal hubiera sido tan de un día para otro, tan a matacaballo, pero todo acabó saliendo bien y de aquellas tímidas voces no quedó nada. Pajares falleció, tristemente, pero al virus no le dejamos cruzar nuestra raya. Sabíamos hacer las cosas, eh, y todo el mundo, gobierno, dirección del hospital, médicos, enfermeros, periodistas, lo celebramos.
Hasta que Teresa Romero dio positivo en la segunda prueba y el país, pendular, se movió al otro extremo. De pronto, todo lo habíamos hecho mal: traer misioneros enfermos, poner a atenderles a profesionales no preparados, dotarles de trajes que no eran lo bastante buenos, dejar que esos profesionales, fallecido el paciente, hicieran vida normal, pretender que bastaba con que ellos mismos se pusieran -dos veces al día- el termómetro, mandarles una ambulancia corriente a casa para que los traslade a un hospital también corriente. De abrumarnos con nuestra profesionalidad a desollarnos con nuestra incompetencia.
Ha entrado el virus en nuestro castillo inexpugnable. Con todo lo que hicimos para impedir que eso pasara. Y con lo poco que hicimos para evitar que se siguiera multiplicando allí abajo, donde empezó el brote, en el club de la miseria donde vive Garayoa:"Ahora que os explota el miedo en la cara". Un millón de euros, nada menos -¡un millón de euros!- hemos aportado los españoles, el Estado, a sostener el trabajo, voluntario, de los cooperantes de Cruz Roja y Médicos sin Fronteras. Hemos hecho tanto para contener el virus que no parece justo, ¿verdad?, que nos haya tocado.
El brote actual de ébola empezó en Guinea el 23 de marzo. Seis meses llevamos. El ocho de agosto la Organización Mundial de la Salud declaró la emergencia de salud pública internacional -dos meses han pasado-. Para entonces ya había emitido la organización sus protocolos de atención a infectados y su hoja de ruta para mantener el brote bajo control (como los incendios, antes de extinguirlos lo imprescindible es controlarlos). La hoja de ruta incluye hospitales con unidades de aislamiento, trajes de plástico, control de las personas con síntomas y campañas de información para la sociedad en su conjunto. Pero incluye, sobre todo, este otro requisito: dar cobertura médica completa a todo el territorio de los países afectados. Y para ello, dotar de personal y recursos a los sistemas sanitarios de esos países -apuntalarlos- y a las ongs que están colaborando con ellos.
En agosto ya hizo la ONU un llamamiento a los gobiernos de todos los países para que aportaran medios y personas con los que frenar esta enfermedad. En septiembre volvió a hacerlo. Y no parece exagerado decir que, a ese llamamiento, la mayoría de los países (empezando por éste) no ha hecho ni puñetero caso. Ahora que el virus ha asaltado el castillo, y además de revisar todos los pasos y decisiones de Teresa, del Carlos III, del SUMMA y de Ana Mato, quizá alguien se anime a revisar el desdén con el que gobiernos y ciudadanos europeos hemos tratado las peticiones de ayuda de estos “pobres negros”.
Antes de que Teresa Romero le contara esta mañana a un médico que es posible que se tocara la cara con los guantes -es un poco imposible que ella misma se acuerde de algo así, ¿sabe cuántas veces se toca usted la cara cada día sin ser consciente de que lo hace?-, estaba abierta una supuesta investigación para esclarecer cómo se produjo el contagio. Ahora que ella dice que bueno, sí, que pudo ser que se tocara sin querer, todo apunta a que la investigación se va a dar por cerrada.
Pero luego están los otros errores. Errores, negligencias o fallos en el protocolo, que esto también está por determinar. Cuando ella acude al médico de familia porque tiene unas décimas de fiebre, éste lo atribuye a un enfriamiento y la envía a casa con paracetamol, como ayer contó el marido. Hoy dice el consejero de Sanidad madrileño que ella no le explicó al médico que había formado parte del equipo que trató al misionero. En realidad, el consejero no ha dicho que ella no lo mencionara, sino que “lo ocultó”. Y a renglón seguido añade que Teresa, cada vez que llamó al Carlos III para comunicar su temperatura, día 2 de octubre, día 3, día 6, habla de fiebre pero inferior a 38,6 grados, el umbral que marca el protocolo para considerar al paciente “de riesgo”.
“Puede que nos estuviese mintiendo”, ha dicho esta tarde este señor, consejero de Sanidad, sin explicar en qué se basa para acusar a la auxiliar de falsear los datos. “Lo pongo yo de mi cosecha porque no lo podemos demostrar”, dice. O va y dice, porque si él mismo admite que no se puede demostrar y que le cuesta creer que mintiera, oiga, ¿y entonces por qué lo dice, que puede que mintiera? Tira la piedra, a la cabeza de la enferma, y esconde la mano. Sin asumir una responsabilidad que parece clara: en la madrugada del día seis, cuando la fiebre es de 37,2, entonces sí se le indica, desde el Carlos III, que espere la llegada de la ambulancia del SUMMA para ser trasladada al hospital de Alcorcón.
Desde cuatro días antes, el servicio de riesgos laborales del Carlos III sabe que esta mujer formó parte del equipo que atendió al misionero y ha presentado fiebre. Y lo que en cuatro días no se había considerado necesario, hospitalizarla, se decide esa madrugada pero enviándola en ambulancia a un hospital que no es el Carlos III. De esto, como sabe el consejero, no puede ser responsable la enferma que llama.
Todos estos fallos que ahora nos resultan clamorosos obligan a introducir cambios ya en el modo de proceder. Los agujeros que se produjeron ya no tienen remedio -si hay responsabilidades, que se asuman- pero lo inmediato es tapar esos agujeros. Ya se han hecho cambios, sin admitirlo, en el protocolo. Ya se ha ingresado y aislado a enfermeras de aquel mismo equipo sin esperar a que tuvieran 38 de fiebre. Controlar el ébola es posible. Aquí, y en el África Occidental. Se hace teniendo recursos y empleando el conocimiento. Y antes de eso, claro, teniendo la determinación de frenar la enfermedad, no sólo cuando llega aquí, sino cuando lleva seis meses matando gente allí. En el club de la miseria.