Será que en estos últimos años hemos ido desarrollando suficiente experiencia en escenarios distópicos como para aprender a tomarnos con calma cada nueva amenaza del fin del mundo, porque es curiosa la tranquilidad con la que estamos leyendo estos días que Europa se prepara para la guerra y luego le damos tranquilamente otro sorbo al café.
A lo mejor es porque, siendo realistas, la única manera que tenemos como europeos de no sentirnos vulnerables ante la amenaza de Putin es no pensar que otra guerra es posible. Aquí, no. En Ucrania pensaban que tampoco. Con la pandemia aprendimos que cuando una catástrofe hace varias generaciones que no se repite, nos suele resultar inimaginable.
“La amenaza de guerra puede no ser inminente, pero ya no es imposible”, ha advertido la presidenta Ursula von der Leyen en el Parlamento Europeo. ¿Más café?
El Gobierno sueco ha pedido oficialmente a la gente a prepararse para una posible guerra. ¿Azúcar, leche? Suecia, que lleva más de 200 años de paz, ha pedido a sus ciudadanos que organicen refugios, planes de emergencia y suministro de agua y alimentos. Por si acaso. Por Putin. Dicen que no quieren meter miedo, pero que vivimos un panorama insólito, el mayor riesgo de guerra desde la Segunda Guerra Mundial. Otros gobiernos del norte y el este de Europa están también alertando de que la amenaza de Putin es cada vez mayor. Y, como gane Trump, peor todavía. ¿Magdalena o tostada?
Mejor pensar en otra cosa. Es la misma inercia psicológica que durante semanas nos llevó a creer que la pandemia no sería para tanto, que aquí no llegaría. Preferimos pensar que algunas catástrofes habitan lejos o solo en el pasado. Que se lo digan a los ucranianos.
Es un sesgo optimista muy práctico para vivir más tranquilos porque tenernos que angustiar por cada riesgo potencial sería agotador. Mucho mejor dar por hecha la normalidad hasta que se demuestre lo contrario. Entre tanto, a medida que lo inimaginable se vuelve plausible, otro café.
¿Moraleja?
Que en Europa sea posible otra guerra, ni lo imaginamos porque nos aterra.