#HistoriaD: La diferencia de los dos Hartmann
Ahora que desgraciadamente nos toca vivir pendientes de lo que ocurre en Ucrania, de lo que pasa en la guerra, Javier Cancho nos habla de cómo la Medicina ha ido evolucionando durante las guerras del último siglo.
A un tal Erich Hartmann se le atribuye el derribo de 352 aviones aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Los soviéticos le apodaban el diablo negro. Aquel Hartmann era el orgullo de Hitler. Los números en combate de Erich Hartmann le acreditaban como el mejor piloto de la Luftwaffe.
Hace cien años, en Alemania, nació otro Hartman que también se llamaba Erich. Los dos llegaron al mundo en 1922. Habían nacido el mismo año, en el mismo país, llevando ambos el mismo nombre y apellido. Pero, uno de ellos tenía origen judío. Así que siendo un adolescente tuvo que emigrar a Estados Unidos. Se hizo fotógrafo de la agencia Magnum. De modo que mientras un Hartman derribaba enemigos, el otro reflexionaba sobre la guerra. El fotógrafo Hartmann decía que la guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan.
Unos deciden que haya muerte, otros se matan. Y otros curan. Acuérdense de lo que Florence Nithingale aprendió en el hospital militar de Scutari, Turquía. Tras analizar los datos, se percató de que la causa de 16.000 de las 18.000 muertes registradas no fueron las heridas. Fue la falta de higiene. Recuerden como Marie Curie entendió que era mejor llevar el hospital al frente de batalla en vez de transportar a los heridos hasta el hospital. Marie Curie ideó la unidad móvil de Rayos X.
La férula de Thomas mejoró las tasas de supervivencia en la Primera Guerra Mundial. Un hueso roto se movía por dentro, desgarrando vasos sanguíneos, provocando una hemorragia interna. La férula fijaba anillos de metal a la ingle y al tobillo, con una barra que los conectaba. Una correas de cuero alrededor de la pierna, la mantenían recta evitando el movimiento. Aquella férula salvó miles de vidas.
Los pioneros tratamientos del cirujano Archibald McIndoe marcaron la diferencia entre la vida y la muerte de cientos de jóvenes en la Segunda Guerra Mundial. Practicó nuevos métodos quirúrgicos reparando la piel dañada.
Décadas después, durante las guerras de Irak y Afganistán, la sofisticación del armamento convirtió en necesidad enfrentarse a hemorragias catastróficas. La medicina empezó a emplear, entonces, unos apósitos hemostáticos que contienen un ingrediente insólito: se trata de caparazón de marisco molido. Previamente se había descubierto que esos caparazones contienen unas moléculas que crean una película que puede emplearse para detener la pérdida de sangre. Cuando la solución entra en contacto con el área afectada, la sangre rápidamente comienza a coagularse, taponando la herida.