En la noche del 4 de octubre de 1582, los habitantes de los países católicos se despertaron el día 15 de octubre en lugar del 5. Ese salto de 11 días fue una decisión de quien controlaba el calendario. Aquella madrugada había entrado en vigor el nuevo almanaque del papa Gregorio XIII. Se llamó calendario gregoriano, y es el que aún sigue en vigor.
Este nuevo calendario se implantó porque era de mayor precisión que el anterior, ya que alineaba con mayor exactitud el año solar y el año civil. El anterior calendario, el juliano, había calculado mal cuánto tardamos en dar una vuelta completa al Sol, y eso provocaba que un desfase en los días y, en concreto, desbarataba los cálculos de cuándo era el día de Pascua, lo que preocupaba al Papa.
Ese calendario más exacto y científico, fue anunciado un 24 de febrero de hace 440 años, aunque se implantó meses después, en octubre, mediante la bula Inter Gravissimas.
Alberto Aparici explica que el tiempo solar nos proporciona la noción intuitiva de “día” y la noción intuitiva de “año”. El problema surge al relacionar cuántos días son exactamente un año. Al hacerlo, usamos una noción de día abstracta, que se complica aún más cuando añadimos las horas y los minutos, que ya no tienen que ver con lo que ocurre en el cielo. Por tanto, el calendario trata de conciliar estas unidades de tiempo abstractas (el tiempo civil) y los fenómenos físicos (el tiempo astronómico).
El calendario juliano, con un año bisiesto de cada cuatro, asignaba al año una duración de exactamente 365,25 días. Y el valor real del año es un poquito más pequeño, 365,2422 días. El resultado de esto es que el "año civil" era demasiado largo; cada año el calendario se adelantaba 11 minutos porque el año civil no coincidía con el año solar.
Este desfase fue corregido por el calendario gregoriano haciendo un ajuste cada 400 años. Es decir, quita un día bisiesto cada 400 años, lo que le da un año de 365,2425 días y se acerca más a la realidad.