Territorio Negro: El Ángel, el mayor asesino en serie de Argentina
Una vez al mes, traemos historias negras, negrísimas, ocurridas hace años, cuando hasta ellos eran jóvenes... Es lo que llamamos Territorio Negro vintage. Hoy hablamos de un criminal muy peculiar, el peor asesino en serie de la historia de Argentina, un tipo que fue detenido con tan solo 20 años, cuando ya había acumulado once víctimas. Se llama Carlos Eduardo Robledo Puch, aunque todo el mundo el conoce como El Ángel Negro.
Este ángel negro, Robledo Puch, detenido hace 47 años, sigue vivo, recluido desde hace casi medio siglo en una prisión argentina y hace unos meses se estrenó una película, llamada El Ángel, en la que se contaba su historia y a cuya banda sonora pertenece esta canción y todas las que vamos a escuchar en este Territorio Negro. Contadnos quién es, quién era Robledo Puch.
Antes de convertirse en asesino, Carlos Eduardo Robledo Puch era un chaval de clase media que vivía con sus padres –era hijo único– en el barrio bonaerense de Olivos. Su madre, Aida, inmigrante alemana, química que nunca ejerció, y su padre, Víctor, trabajador de la General Motors, le propiciaron una infancia normal, sin grandes lujos, pero sin necesidades. De hecho, Carlitos, como era conocido por todos, acudía a clases de idiomas y a clases de piano, era hincha de River Plate y acudía a misa los domingos. En Olivos, su barrio, los chavales le llamaban Colorado y se reían de su aspecto: rubio, de ojos azules, con el pelo largo y ensortijado y de una belleza más femenina que masculina, incluso decían que se parecía a Marylin Monroe. Pese a ese aspecto angelical, a los once años ya cometió su primer robo y pasó unos meses internado en un reformatorio.
Y este joven de aspecto angelical se convierte muy pronto en un terrible asesino, en un exterminador, en un asesino en serie. Pero un asesino en serie con muchas particularidades. Robledo Puch no mataba por afán de dominación sexual, por una pulsión, sino que mataba de forma casi funcionarial, como parte de su trabajo de ladrón. Y otra particularidad, algo casi excepcional entre los seriales: no lo hacía nunca solo. En todos sus crímenes contó con consortes, con cómplices, que también acabaron muertos, como veremos más tarde. Robledo Puch era, más que un asesino en serie, un asesino y un ladrón compulsivo. Su vida, con diecinueve años, era eso: matar y robar.
En 1970, Robledo Puch comenzó a cometer robos con su amigo y consorte, Jorge Ibáñez, que por aquel entonces solo tenía 17 años. Robaron varias joyerías, sin asesinar a nadie, hasta que el 15 de marzo de 1971, ambos entraron en una discoteca del bario de Olivos y se llevaron 350.000 pesos, correspondientes a la recaudación del día. Antes de abandonar el local, mataron al sereno –el vigilante, el guarda– y al encargado de la discoteca. Los dos estaban dormidos cuando Robledo Puch les disparó, así que fueron dos crímenes, como casi todos los demás, innecesarios.
Este es el primero de los crímenes de El Ángel, que ya no pararía hasta ser detenido once meses después. El 3 de mayo de 1971, Robledo Puch y su cómplice entraron en una tienda de repuestos de la marca Mercedes Benz. El local tenía una pequeña vivienda en la que en el momento del asalto dormían un matrimonio y su hijo recién nacido. Robledo asesinó al hombre e hirió a la mujer, a la que intentó violar Ibáñez, según contó ella misma en el juicio. La pareja de delincuentes se llevó 400.000 pesos y antes de abandonar la tienda, Robledo Puch disparó hacia la cuna donde lloraba el hijo de la pareja, al que un barrote de la cuna salvó la vida.
Así que esta pareja de delincuentes también cometía delitos sexuales, violaba a algunas de sus víctimas. Las violaciones siempre corrían a cargo de Ibáñez y esa es una de las razones por las que siempre se ha hablado de la homosexualidad de Robledo Puch. Incluso se dijo que estaba enamorado de su compañero de correrías. El Ángel se limitaba a ayudar a su amigo. Tres semanas después del crimen de la tienda de repuestos, mataron al vigilante nocturno de un supermercado y los asesinos brindaron con whisky que cogieron de la tienda encima del cadáver del vigilante. En el mes de junio de 1971, en el plazo de nueve días, Virginia y Ana, de 16 y 23 años, fueron violadas y asesinadas por la pareja de criminales, tras ser raptadas a la salida de locales nocturnos. Fueron los últimos crímenes de la dupla (que dirían en Argentina) formada por Robledo e Ibáñez.
El 5 de agosto de 1971, Robledo conducía un coche en el que Ibáñez viajaba de copiloto. Nunca se pudo demostrar y de hecho, El Ángel no fue juzgado por esta muerte, pero todo parece indicar que Robledo estrelló el coche para matar a su cómplice, que falleció en el accidente. El Ángel gastaba el dinero de sus robos en motos, coches y en las discotecas de moda, donde se le podía ver sacándose billetes de la bragueta mientras bailaba con hombres y mujeres. Tras la muerte de Ibáñez, Robledo encontró otro cómplice, Héctor Somoza, que también tenía diecisiete años cuando se alió con El Ángel.
Y entiendo que junto a este nuevo cómplice, continuó con su carrera criminal. El 15 de noviembre de 1971 mataron al vigilante de un supermercado. Solo dos días después, asesinaron al guardia de un concesionario de concesionario de coches y una semana después, a otro guarda de otra tienda de automóviles. En diez días mataron a tres personas, lo que hizo que todas las alarmas se disparasen en Buenos Aires. La policía acumulaba crímenes sin resolver con un mismo patrón: prácticamente todos los asesinatos habían sido cometidos por la espalda y en muchos casos, las víctimas estaban dormidas. Los investigadores llegaron a especular con la posibilidad de que los crímenes fueran obra de guerrilleros montoneros, que buscaban fondos para proseguir con sus actividades terroristas.
Y la Policía siguió perdida hasta meses después, cuando tuvo un golpe de suerte, aprovechando un descuido de Robledo Puch. El 3 de febrero de 1972, exactamente once meses después de su primer asesinato, Robledo entró en una ferretería con su cómplice, Héctor Somoza. Allí mataron al vigilante del comercio y en ese momento se desencadenó una pelea entre los dos delincuentes, al parecer motivada por el reparto del botín, que acabó con Somoza asesinado a tiros. El Ángel empleó un soplete para abrir la caja de caudales del establecimiento y robar el botín. Con el mismo soplete, abrasó la cara y los dedos de las manos de Somoza para evitar que fuese identificado. Pero Robledo cometió un error que permitió su identificación y su detención: entre las ropas de Somoza, la Policía encontró la cédula de identidad de Robledo Puch, que acababa de cumplir veinte años. Los agentes tenían, al fin, el nombre del asesino que había sembrado de cadáveres la noche de Buenos Aires.
Y ese error hizo posible la detención de El Ángel, que desde ese día, hace ya 47 años, está privado de libertad. Uno de los policías que participó en su detención reveló, años después, que las instrucciones que tenían los agentes del operativo era ejecutar al delincuente y ponerle un arma en las manos para simular un enfrentamiento. El plan se torció porque cuando la Policía acudió a apresarle, Robledo Puch estaba acompañado de su madre, Aida, lo que le salvó la vida.
El Ángel fue interrogado de forma bestial, con los métodos que se hicieron tristemente célebres en Argentina, sobre todo en la época de la dictadura militar, y que incluían la picana, un aparato de descargas eléctricas. Robledo comenzó negando todo y diciendo que se ganaba la vida arreglando motocicletas, pero acabó confesando sus crímenes. Además, la Policía halló escondidos en un piano que había en casa de su abuela siete revólveres y algo más de dos millones de pesos, el equivalente a unos 250.000 euros.
El Ángel sorprendió siempre por su frialdad. Cuando un juez le preguntó por qué había matado a una de sus víctimas mientras dormía, Robledo Puch le contestó: “¿Qué quería? ¿Que le despertase?”. En otro de los interrogatorios, al ser preguntado por el móvil de sus asesinatos, él contestó: “un joven de veinte años no puede vivir sin plata y sin coche”. Un año después de ser detenido, logró escaparse de la cárcel de Buenos Aires donde estaba recluido por el viejo método de saltar el muro valiéndose de unas sábanas anudadas. Esquivó los disparos de los vigilantes y fue detenido 64 horas después, implorando para que no la matasen.
Y llegó el juicio, un juicio en el que fue condenado a pasar el resto de su vida en la cárcel y en el que se puso de manifiesto la clase de persona que era.
En el juicio, Robledo Puch intentó echar la culpa de todos sus asesinatos a sus dos cómplices, Ibáñez y Somoza, y dijo que había reconocido sus crímenes bajo torturas, lo que era cierto. En la vista, que se celebró en 1980, los psiquiatras que elaboraron el informe sobre su personalidad dijeron que era “un psicópata con plena capacidad para comprender la criminalidad de sus actos”. Y desecharon la idea de que el origen de su comportamiento estuviese en su origen: “procede de un hogar legitimo y completo, ausente de circunstancias higiénicas y morales desfavorables”. Además, señalaban que “tampoco hubo apremios económicos de importancia, reveses de fortuna, abandono del hogar, falta de trabajo, desgracias personales, enfermedades, conflictos afectivos, hacinamiento o promiscuidad”. Es decir, lo que querían decir es que Robledo Puch era un individuo sencillamente malvado, que nada en su niñez o en su entorno le había convertido en un criminal.
Es decir, es un tipo absolutamente normal, según esos psiquiatras. Poco después del juicio, el neurocirujano Raúl Matera quiso someterle a una lobotomía frontal, una vieja técnica que sostenía que extirpando esta parte del cerebro se neutralizaban las conductas de psicópatas y criminales. Lo cierto es que las veces que se aplicó esta técnica, los pacientes quedaban convertidos en zombies y no hay más que recordar al Jack Nicholson de Alguien voló sobre el nido del cuco, la genial película de Milos Forman. Eso que le hacen a Nicholson es una lobotomía frontal, algo que Robledo Puch no consintió.
Y desde esa fecha, 1980, cuando ya llevaba ocho años como preso preventivo, Robledo Puch no ha salido de la cárcel.
Se barajó sentenciarle a muerte, pero en aquel momento, la legislación argentina solo contemplaba la pena capital para atentados contra transportes o instalaciones militares y para secuestros seguidos de asesinato, así que fue condenado a cadena perpetua. Está encerrado en la cárcel de Sierra Chica, a unos 400 kilómetros de Buenos Aires, un penal de máxima seguridad, donde es uno de los pocos moradores del pabellón de homosexuales, porque así lo pidió él, seguramente para encontrarse más seguro, al margen de sus inclinaciones sexuales. Hace tres años, en mayo de 2016, fue trasladado durante unas horas a un hospital por el deterioro de su salud mental y física, a consecuencia de su larguísimo encarcelamiento.
Es que lleva casi medio siglo entre rejas. ¿En Argentina no se revisa la prisión perpetua? Sí, es revisable. Desde el año 2000 podría salir en libertad, pero le ha sido denegada siempre. Los jueces han considerado que no se ha arrepentido de ninguno de sus crímenes y que no tiene ningún soporte familiar que le sostenga en una posible vida en libertad. En 2008, en 2011, en 2013, en 2015 y en 2016 se le ha denegado la posibilidad de salir de la cárcel. En una de las ocasiones, la de 2013, Robledo pidió que si no le concedían la libertad, le ejecutasen mediante una inyección letal, algo que tampoco prosperó. En 2016, al estudiar su petición de libertad, los jueces le preguntaron qué sería lo primero que haría al pisar la calle y él contestó que asesinar a la presidenta Cristina Fernández de Kichner, así es que él tampoco ayuda mucho.
Supongo que, su estado mental ha debido de sufrir un enorme deterioro durante estas casi cinco décadas entre rejas. Todo parece indicar que sí, aunque sus extravagancias dentro de la cárcel empezaron bien pronto. Den 1982 aseguró que se presentaba voluntario a combatir en la guerra de las Malvinas; años después, dijo ser Batman y quemó un taller penitenciario. Más recientemente, dijo que era el heredero de Juan Domingo Perón y pretendió ser doble en las escenas peligrosas de una película basada en su vida, que él pretendía que dirigiese Quentin Tarantino o Scorsese y en la que su personaje quería que lo interpretasen Matt Damon o Leonardo Di Caprio. También solicitó que le dejasen construir una casa en el mismo recinto del penal de Sierra Chica. Probablemente, teme más a la vida que le espera fuera que a la que lleva dentro de la cárcel. O quizás, los jueces se hayan creído la amenaza que lanzó en su juicio en su último turno de palabra: “Algún día saldré y los mataré a todos”.