Doce meses de sangre, mentiras, aislamiento y líneas casi rojas
Un año después, Kiev ve la victoria como la única salida y Moscú confía en que Occidente se canse o se asuste pronto. Los rusos afrontan las dificultades de unos precios altos, una represión al alza y el aislamiento de su país.
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Moscú | 24.02.2023 07:21 (Publicado 24.02.2023 06:34)
Primero sonó el teléfono. A los pocos minutos unas explosiones. A las pocas horas, una sirena. Kiev se despertó siendo atacada.
Hace un año Rusia lanzó sus tropas contra Kiev. Esperaba descabezar una primavera de Praga, como hicieron los tanques soviéticos con el aperturismo checo en 1968. Pero se ha encontrado con un escenario parecido al de Afganistán en los ochenta: los invadidos se defienden más de lo previsto y el armamento llega del exterior sin que se vislumbren límites.
En las calles de la capital ucraniana las caras me devolvían mi propia incredulidad. En las calles rusas tampoco se lo esperaban, aunque la invasión sigue contando con apoyo.
El resultado es un lodazal de sangre al que en Rusia todavía está prohibido llamar guerra.
En Rusia muchas cosas han cambiado desde entonces. La represión ha llevado a casi 20.000 personas a pasar por la cárcel. Vuelve el delito de opinión y es delito discrepar de la versión del gobierno.
"No nos pueden pedir que salgamos a protestar, te arruinan la vida", lamenta Inna. Está en contra de la guerra, pero tiene miedo y no sabe a dónde ir.
Chaparrón de cadáveres
Sobre las justificaciones de Rusia para dar jaque mate a su vecino pronto cayó el chaparrón grotesco de imágenes de cadáveres. La retirada rusa de Kiev reveló cientos de cuerpos de civiles en fosas comunes o abandonados en las calles de la ciudad de Bucha. En abril un ataque con misiles rusos en una estación de tren en la ciudad de Kramatorsk mató a 52 civiles e hirió a más de 100. Y el Moskva, el buque insignia de la flota rusa del Mar Negro, fue alcanzado por misiles ucranianos. Se hundió al día siguiente, dañando el orgullo nacional.
La narrativa rusa encalló para siempre en ese abril negro.
En el año transcurrido desde que Rusia lanzó lo que llama su "operación militar especial" en Ucrania, fuentes occidentales estiman que hasta 180.000 soldados rusos y 100.000 ucranianos han resultado muertos o heridos.
Las cifras marean más puestas en perspectiva. En los diez años que duró la guerra de Afganistán de 1978-1992, la Unión Soviética sufrió cerca de 15.000 muertos. En los 20 años de guerra de Estados Unidos (2001-2021) contra los talibán, las tropas estadounidenses sufrieron menos de 5.000 muertes.
Los ucranianos se han llevado la peor parte. Las Naciones Unidas han confirmado 18.955 víctimas civiles. Esto incluye 8.006 muertos y 13.287 heridos. Uno que tenía un ataúd a su nombre o por lo menos una celda reservada fue Volodimir Zelensky.
Había planes y comandos para matarlo. Un cómico judío que fue presentado como el jefe del gobierno nazi ucraniano por los medios de propaganda rusos, cuyo intestino grueso no ha dejado de trabajar para facilitar la invasión. Zelensky asumió el cargo en 2019 pensando —y diciendo— que la paz con Putin era posible. Ahora insiste que la victoria es la única salida.
Algunas decisiones personales deciden los conflictos. Zelensky eligió no marcharse de Kiev. Los ucranianos entendieron el mensaje y los países occidentales quitaron a la nación ucraniana de la lista de bajas inminentes.
La huida rusa
Empezaron entonces los derrapes rusos. Putin tomó Jersón, que después perdería. Ocupó a sangre y fuego Mariúpol y tuvo que alejarse de Jarkov. Odessa y Dnipro estaban en su lista, pero no pudo acercarse.
El líder ruso no ha parado de dibujar líneas rojas. Se ha anexionado territorios semanas antes de perderlos. Y ha ordenado reclutamientos que negó estar preparando.
En Moscú se bosteza ante la propaganda pero el rechinar de dientes es por la realidad: los precios, el miedo, el aislamiento.
Las tarjetas rusas no funcionan en ningún sitio. Los cielos europeos se cerraron para los rusos: ahora un billete a Madrid con escalas puede costar 1.000 o 2.000 euros. Katia lleva varios días tratando de pagar (a través de amigos extranjeros) un billete para su marido, que escapó a Kazajistán huyendo de la movilización.
El campo de batalla se le resiste pero sus amenazas resuenan mucho en Occidente. La última: misiles balísticos, cohetes hipersónicos. Otra escalada armamentística para disfrutar de su lugar en el mundo. En un mundo donde sus vecinos han perdido la inocencia. En mayo, Finlandia y Suecia presentaron sus solicitudes para unirse a la OTAN: un revés para Moscú, siempre sensible expansión de la alianza militar.
Los rusos son extranjeros de segunda. Los bálticos no les dejan cruzar por su territorio. Las sanciones condicionan su vida y la inseguridad jurídica convierte la vida en una aventura. Lo opuesto a la existencia tranquila a cambio de pasividad que vendió el putinismo durante años.
La aparición de sistemas antiaéreos en Moscú ha sido un escalofrío para algunos moscovitas. ¿De verdad atacarán aquí?
Los ucranianos se preparan para una nueva ofensiva rusa. Pero tienen desde junio los HIMARS suministrados por Estados Unidos para devolver el dolor infligido. Ya golpean en territorio controlado por los rusos e incluso en la Federación de Rusia. En mayo atacaron una base aérea en Crimea. El 20 de agosto, Darya Dugina (la hija del ideólogo nacionalista ruso Alexander Dugin) murió en la explosión de un coche bomba en las afueras de Moscú, un atentado que las autoridades rusas atribuyen a Ucrania. Varias bases aéreas rusas sufrieron ataques durante la segunda mitad de 2022.
Los rusos han empezado a ver asomar la guerra. Sobre todo cuando el 21 de septiembre, Putin ordenó la movilización de 300.000 reservistas, una medida impopular que llevó a cientos de miles de hombres rusos a huir a países vecinos para evitar el reclutamiento.
Artyom ya ha vivido en tres países. "Volveré cuando las cosas estén claras", resume. Sus hijos están creciendo en un sistema que les dice que no hay problema. Pero en su casa su padre no está: porque el reclutamiento es un fantasma que aparece sin ser invocado.
Negociar sobre qué
La perspectiva de una negociación es hoy un rompecabezas. Porque Ucrania reivindica lo que ha sido capaz de defender y sobre todo porque Moscú no tiene ni mucho menos unos objetivos claros.
En 2014 tomó Putin Crimea para proteger su base de Sebastopol, pero Crimea quedó expuesta a cortes de agua y de luz. Y a medio plazo, a un ataque ucraniano con un ejército cada vez más fuerte. Ese mismo año tomó parte Donbás para presionar al resto Ucrania, pero Kiev se 'acostumbró' a la guerra y se 'libró' de esos votantes.
En 2022 volvió ese enfoque obsesionado por la seguridad. Jerson es necesario para proteger Crimea. Y Zaporiyia para conectar Rusia con Jerson y Crimea y así protegerlos. Cada vez hacen falta más territorios para proteger lo irrenunciable, así que lo irrenunciable pronto es enorme. Pero luego la apuesta no se puede mantener y hay que replegarse, dejando los nuevos mapas en papel mojado.
Así quedó decidido el 30 de septiembre, cuando Putin firmó documentos para anexionarse las cuatro regiones en una ceremonia en el Kremlin. Poco más de un mes más tarde, anunció una retirada de la ciudad de Jerson bajo una contraofensiva ucraniana. De nuevo los soldados rusos reculando. Y Moscú culpando a Occidente y prometiendo una victoria sin fecha.
Lo único constante es la ola de ataques contra las instalaciones energéticas de Ucrania. Misiles caros contra infraestructuras más que mejorables que son reparadas después. En Moscú, los obedientes medios y sus comentaristas cantan las audacias del régimen en la tierra de los ucranianos infieles.
A Kiev lo sostiene la agenda internacional, donde Zelensky ha conseguido que Ucrania sea indeleble. A Moscú le resta esperar: que EEUU y la UE se cansen. O que alguien se impaciente o se asuste. Que los ucranianos se queden solos o que una escalada puntual empuje al mundo a firmar una Pax Rusa con las cancillerías al borde de un ataque de pánico.