EN MÁS DE UNO

VÍDEO | El texto de Carlos Alsina sobre 'Cinco horas con Mario' que ha emocionado a Lola Herrera

Lola Herrera se ha emocionado visiblemente con la introducción que le ha hecho Carlos Alsina durante su entrevista en Más de uno, en la que se pone desde el punto del vista del fallecido, Mario, en la obra 'Cinco horas con Mario' de Miguel Delibes.

ondacero.es

Madrid | 10.07.2019 13:18

Ya es mala suerte haber conocido la libertad cuando no tengo oportunidad de disfrutarla.

La libertad es reconocerse uno mismo después de haber encarado el miedo, la frustración, la vergüenza, y haberles aguantado a los tres la mirada.

Mi nombre es Mario y llevo muerto 53 años.

Soy un difunto raro, porque llevo muerto los mismos años que llevo vivo. Yo nací en un papel, en el 66, y llevo escuchando hablar de mí desde hace cuarenta años. Función a función, ciudad a ciudad, escenario a escenario.

Mi nombre es Mario y nací ya difunto y tumbado en el velatorio.

Sé de mí lo que mi autor puso en boca mi viuda. Carmen Sotillo se llama.

Escuchándola he aprendido quién fui. Cómo fui. He entendido, por ejemplo, que el tacto nunca se contó entre mis virtudes. Ni el tacto entendido como cautela ni el tacto entendido como tocarla a ella. Admito ahora que a un hombre le define el modo en que se comporta en esa noche de niebla, y de temor, que es la noche de bodas. Y que el hombre que se mete en la cama, da la espalda a la esposa y le dice en voz alta ‘buenas noches, hasta mañana’ es un hombre culpable de desprecio. Ella me lo recuerda en cada función: ‘buenas noches, hasta mañana’. De tanto oírla yo también he empezado a verlo como una humillación. Algo peor que la ofensa: la indiferencia. A una mujer asustada en su primera noche con un hombre mermado.

Me llamo Mario y admito que nunca pude descifrar el verdadero significado de un Seiscientos. ‘El ombligo le llaman’, me lo dijiste tú, Menchu, ‘el ombligo le llaman porque todo el mundo tiene uno. Menos yo’. Aún me lo sigues reprochando.

Admito que no reparé en la belleza de la historia de Maximino. Maximino Conde. Me la narraste tú para que escribiera una novela. Casado con una viuda y enamorado, luego, de la hijastra.

Ahí tenía un libro de los que de verdad gustan a los lectores. De amor, de líos, un poco verde, pero con decencia. La ilusión con la que me contaste lo de Maximino Conde, sin aliento llegaste. Y yo, como si nada. ‘Bastante desgracia tiene ese hombre’, te dije. Y después de eso, otra vez, ’buenas noches, hasta mañana’. Y tú pensando, ahora lo sé, que de ésta se me escapaba a mí una fortuna y se te escapaba a ti de nuevo el Seiscientos.

Admito que insistí demasiado con que las niñas estudiaran el bachiller. Las niñas, te decía, no pueden ser ignorantes.

Pero es que yo no creo, ¡cómo voy a creerlo!, que la niña que estudia tarde o temprano se vuelva marimacho. Dudo que tú lo creas, Menchu, por más lleves repitiéndolo cuarenta años. ‘Yo no soy bachiller’, me dices hoy, ‘te consta que no lo soy’. Y acepto que podría tomarse mi insistencia como una acusación contra ti.

Acusada de ignorancia. Ahora veo tu irritación, tu escocedura. ¿Cómo vas a ser ignorante tú, siendo hija de quién eres?

Los libros sí que te gustan, lo que no te gusta son mis libros, los que yo escribo. En mis libros la gente siempre lo pasa mal, se duele, sufre. Estos protagonistas que invento: el que no es pobre, es tonto. Vas a tener razón, Menchu, vas a tener razón: sólo tengo ojos para los tontos pobres.

Los pobres y los presos y los obreros y los rojos y los dos hermanos que me mataron por haber dado vivas a la República. El amor al prójimo de Juan XXIII. Vas a tener razón: y dale con el amor. Qué sabrá del amor un hombre que la noche de bodas da media vuelta y si te he visto no me acuerdo. Con el concilio en la boca todo el día. Y sin boca que te bese como lo haría Paco.

Ay, Paco. Que tiene la dentadura completa, olor a tabaco rubio y un coche Tiburón. ¿Cómo no iba a conmoverte con lo buena que tú estás y los pechos que tienes?

Ya es mala suerte entender la libertad ahora que no tengo ocasión de disfrutarla porque estoy muerto. La libertad empieza por superar el miedo. O por asumirlo, que viene a ser la forma más humana de perderlo. A tu manera, Menchu, creo que has encontrado la libertad. Cuarenta años después de empezar a pelearte contigo pelándote conmigo.

Yo estoy muerto y los muertos ya no cambian. ¿Qué le dice un pobre muerto a su viuda, que es inmortal? Digo que eres una mujer afortunada. Antipáticamente afortunada, si quieres. La bondad en ti, Menchu, ni buscándola con candil. Pero eres afortunada porque a ti te encontró Lola. Lola te rescató de aquel director que quería para ti una falda abierta para que enseñaras muslo. Te rescató, te hizo suya, te cambió la luz. No te cambió el talante — milagros, ni en Roma, Menchu— pero a golpe de función, y casi de defunción, te fue sacando aquello que ni tú sabías que llevabas dentro. Lola te iluminó, te regaló verdad y, al hacerlo, te hizo auténtica.

Me pregunto si te llevó a Galicia, en el tren de las Rías Bajas, hasta lo alto del monte de la aldea donde encontró su casa. Si te contó que esa casa es como una vida, reconstruida, sólida y hermosa. Si te asomó al taller del jardín y te habló de su padre, de su maleta de herramientas, sus inventos, su humor, su integridad, su afecto, su radio clandestina con altavoz en la rinconera. Si te habló de la abuela Jacinta y la caja de los hilos, y la manta de greca ancha y la bola de pelusa y los patrones de la tía María y aquellas telas. Y de su madre.

Si te sentaste con Lola, Menchu, en el rincón del taller, contemplando con ojos de niña los tarros de cristal y las cuentas de colores mientras sonaban las notas, imaginadas, de un tango. Y te dejabas acunar, como si tú, Menchu, fueras ella, Lola.

Me pregunto si una mañana lluviosa tú también saliste al jardín, nada más levantarte. En pijama, con paraguas y los pies metidos en unos zapatones de goma, para disfrutar del olor a tierra mojada.

La libertad es reconocerse una misma después de haber encarado el miedo, la frustración, la vergüenza. Es libre quien ha sabido aguantarles a los tres la mirada.

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