Historias Del Valle Sin Retorno: No hay mal que por bien no venga / Blessing in disguise
La primera vez que John Donahue cruzó su mirada con la de Rachel, la joven acababa de cumplir 22 años. Hacía tiempo que la producción de miel había dejado de ser un negocio para convertirse en un capricho y los verdaderos ingresos de las colmenas se desviaron en Estados Unidos hacia la polinización. América había cedido a la insaciable demanda china por sus almendras y los granjeros comenzaron a arrancar sus cultivos tradicionales y a plantar árboles frutales.
Alguien certificó que la presencia de las abejas en los huertos aumentaba la productividad de los almendros en un 70 por ciento y que, para conseguirlo, necesitaban instalar, durante el mes que aguantan las flores en las ramas, cuatro colmenas por hectárea. John Donahue echó las cuentas. Se llegaban a pagar hasta 180 dólares por alquiler de colmena; así que decidió montar 50 en la parte trasera de su propiedad. Nueve mil dólares extra que les ayudarían a Kathy y a él a sufragar los elevados impuestos inmobiliarios que recaudaba anualmente el distrito escolar del Valle Sin Retorno.
En primavera compró un par de colmenas ya formadas y cincuenta abejas reina y se puso a construir los nuevos cajones. En cada uno colocó una nueva reina y un par de paneles viejos que contenían una mezcla de crías e insectos ya crecidos, los cuales comenzaron de inmediato a aparearse con su majestad. Al final del verano, cada una de las colmenas se había convertido en una colonia de 30 mil habitantes y 30 kilogramos de peso.
Pero surgió un problema. Una plaga asoló a las abejas y muchas morían sin que los apicultores pudieran hacer nada por evitarlo. John tuvo suerte, quizás porque en esta parte del valle nadie utilizaba pesticidas, pero muchos vecinos del condado de al lado perdieron sus animales. Y algunos de ellos, en una situación económica desesperada, decidieron robar las abejas sanas de sus conciudadanos para evitar la ruina.
El delito, más allá de los remordimientos morales, no podía resultar más sencillo. Un valle inmenso sin iluminación nocturna y con casas desperdigadas. Por eso, cuando aquella mañana de marzo John Donahue observó que en el lugar que hasta la fecha habían ocupado sus 50 armarios de madera sólo quedaba en el terreno la sombra amarilla de una hierba hambrienta de sol, no dudó en llamar a la oficina de la DEC, Department of Enviromental Conservation.
El agente Dave Corcoran se presentó a media mañana y, enseguida, le confirmó que se trataba de un problema que su departamento se tomaba muy en serio y que la suya no había sido, ni muchísimo menos, la primera llamada. “¿Qué posibilidades ve de recuperarlas?” se apresuró a preguntarle John. Corcoran no quiso engañarle: “Muy remotas, señor Donahue. Dadas nuestra situación geográfica, dudo mucho que podamos dar con algún testigo. Es una ventaja que conocen bien los delincuentes.” “Ya – repuso John descorazonado- Y, si les cogen, les soltarán al día siguiente y volverán otra vez a las andadas.” “No – repuso el agente. Si pillamos a alguien queremos una condena ejemplar. Nos encargaremos de convencer al juez para que estime la gran valía de las colmenas y, en lugar de presentar cargos por ordinary grand theft, lo haga por animal grand theft, un delito mayor que la ley estipula para robos de más de 950 dólares.
Y fue en aquél preciso instante que John detectó la presencia de Rachel dentro del coche del agente. La chica dejó de coquetear en el asiento del copiloto con el móvil y bajó la ventanilla. “¿Te queda mucho?” le gritó con voz dulce a su prometido. “No, ya voy” – le respondió Dave. “Es mi prometida” le acaró a John. Pero Donahue ya no le escuchaba; en sus fantasías
devoraba a aquél ángel de ojos de miel que le devolvía una chispa inquietantemente erótica en su mirada. Fue uno de esos cruces de miradas demasiado intensos para aceptarlos como encuentros fortuitos y cuyos protagonistas intuyen que obedecen al nacimiento de un deseo mutuo. Un cruce de miradas intrigante, como el que tuvo lugar, dos años y cuatro meses más tarde, en el cementerio de Nueva Orleans.
Kingston y Grace escuchaban con atención las explicaciones del guía. El chaval contaba sin aportar demasiados datos que, como la ciudad había sido construida en una zona pantanosa, a diferencia del resto de Estados Unidos, a los muertos no se les daba allí sepultura bajo tierra sino en panteones elevados. Otro visitante, un tipo menudo que vestía la camiseta de fútbol de la selección argentina, alzó la voz y dejó caer con descrédito: “Me parece a mí que no. Que va a ser simplemente que es así como enterraban los españoles. ¿Se ha dado usted alguna vez un paseo por el cementerio de Buenos Aires?” Grace se volteó para identificar el rostro del personaje que había osado proferir un comentario tan borde. Y entonces notó su presencia.
Por alguna extraña razón sus ojos pasaron de largo al argentino y se posaron en un hombre alto, de raza negra, que no le quitaba ojo a Kingston. Se encontraba algo apartado del grupo, unos pasos hacia atrás y, al detectar que Grace le había descubierto, se dio la vuelta rápidamente y comenzó a caminar despacio hacia la salida. Torpemente, arrastrando la pierna izquierda con una leve cojera.