Lo consiguieron, con su determinación, su manera de ser, sus lazadas invisibles y con el mejor fútbol desplegado en toda la competición. Lo consiguieron con su habitual dosis de entrega, de perseverancia y de esa clase natural que suele envalentonarse con el empuje del colectivo.
Lo consiguieron por ellos, por su pasión, por su fe en el grupo, con un líder claro a la cabeza que no paró de decirles desde el minuto 1 que los sueños se han de afrontar con los ojos abiertos y la confianza desenfundada. No se desviaron del camino. Ni con los sustos, ni las lesiones ni esos rivales incómodos cuyo afán principal era atenazar nuestro vertiginoso talento.
Pensemos más allá del trofeo: un grupo heterodoxo, compuesto por jugadores de una decena de equipos, de edades dispares y conceptos diferentes, pero siempre compatibles. Titulares, suplentes, sensibles, duros, locuaces y silenciosos pensando siempre en el objetivo común.
Diario, ya tenemos más Eurocopas que nadie, cuando hace apenas un par de décadas pensábamos porque salvo en el fútbol, habíamos conquistado oros y mundiales. Hemos sabido cultivar pacientemente un espíritu campeón, ese que puede germinar en Mataró, en Los Palacios o en Leganés. El ejemplo ideal para esos moradores de patio que volverán a lucir las rojas por mares y montañas, y que querrán ponérsela para dormir, y al día siguiente cuando amanezca, aunque tengan en el centro un gran churretón de helado de chocolate.
Este grupo es historia y nadie podrá rebatirlo nunca. Ya sé que en el deporte no siempre gana el mejor, pero cuando es así, los triunfos perduran, se hacen eternos, alimentados por el orgullo más puro, ese del que sobra hoy por todos los rincones de España.