María Rosa de Barcelona nos cuenta que uno de los trabajadores de su banco "era cordobés, y tenía una cara simpática". Tanto era así que "siempre que iba me entraba un ataque de risa al verle", recuerda. Añade que luego cuando debía acudir de nuevo al banco, se disculpaba con él, "pero me volvía a dar el ataque". "Al final tuve que sacar la cuenta de esa caja", asegura.
Matías, de Logroño, nos habla de cuando vivía con sus diez hermanos en casa de sus padres. Rememora la noche en que se comió el relleno del bocadillo de su hermano, para luego "dentro del pan meterle las raspas de las sardinas, pieles de plátano..." y lo envolvió de nuevo como si no hubiera pasado nada. "Al volver a la cama me dio la risa de pensar en la cara de mi hermano, y me reía tanto que me siguieron todos", cuenta. "La una de la madrugada y los once riéndonos" a carcajadas, "aunque ninguno supo por qué hasta la mañana siguiente".
Desde Madrid nos llama Carmen para recordar que hace años se murió la madre de una compañera de trabajo y fueron a darle el pésame todas juntas. Cuál fue su sorpresa cuando "al salir de la estación de metro, a un señor se le quedó enganchada la peluca de una de las compañeras en los botones de la manga", cuenta, y destaca que ellas no sabían que la mujer llevara peluca. "No sabíamos qué hacer, llegamos a donde había que dar el pésame y no podíamos parar, cuando no le entraba la risa a una le entraba a otra", confiesa.
Y Lito, también de la capital, nos habla de una vez que entró en su marisquería "un metrosexual guapísimo acompañado de dos chicas". Recuerda que el joven las invitó a unos percebes porque nunca los habían probado, y cuál fue su sorpresa cuando le vio "pelar la parte de arriba del percebe con un cuchillo". "Salí de la barra para enseñarles cómo se comían, pero me tuve que volver a la cocina porque no paraba de reírme".