Llarena no concede entrevistas. No presume. Y no tiene mejor camino que conservar el anonimato que el casco del que se recubre para pasearse con su Harley Davidson. Ningún vecino de Barcelona sospecharía que la bestia negra del soberanismo se desdobla en un ángel del infierno, crucificado en el manillar de su ruidosa moto americana.
Lo que si saben los cachorros de Arran es donde vive. Y por eso lo intimidan y lo coaccionan, hasta el extremo de forzarlo a marcharse de casa temporalmente. Y no es que Llarena sea catalán, que es burgalés, pero reside en Barcelona desde 1992.
El mágico año olímpico, el destino de juez instructor que antes había itinerado de Torrelavega a Burgos, y la ciudad donde fue prosperando hasta alcanzar la presidencia del la Audiencia Provincial. Quiere decirse que Llarena ha vivido la pujanza y degeneración del soberanismo. Y que es difícil abstraerlo de su propia implicación personal, sentimental, llegando a haber declarado hace unos años a El Mundo que el independentismo requiere soluciones políticas.
Las judiciales las administra él desde la Sala Segunda del Supremo. La ocupa desde 2016, pero ha sido en 2017 cuando Llarena ha adquirido un papel canónico y sobrevenido de personificación del Estado. L’Etat c’est moi decía Luis XIV. El estado soy yo, dice Llarena, procesando a los 13 apóstoles del soberanismo con los delitos de rebelión, sedición y malversación.
Un hombre tranquilo es Llarena, dicen hasta sus enemigos. Sereno, flemático. Incluso independiente, pero más que independiente, Llarena debe sentirse solo. En España. Y no digamos en Alemania, cuyos jueces le discuten el delito de rebelión.