En esas nos encontramos los seguidores de Juego de Tronos. Desconcertados con la séptima temporada, estomagados con los excesos de sentimentalismo y cursilería, sobrepasados por la destreza con que Daenarys maneja los dragones, a semejanza de unos caniches, huérfanos de diálogos corpulentos, sorprendidos por la velocidad a la que los cuervos transmiten las noticias, incluso despojados del morbo escenas sexuales. Que siempre fueron un reclamo.
Porque ni siquiera hay sexo en la esperadísima coyunda de la khalessi y Jon Nieve. Hay amor. Y hasta incesto, pues se desprende de la gran revelación del último capítulo que el hijo bastardo de Ned Stark es en realidad sobrino de mamá dragón. El difunto hermano e Daenerys Targaryen es su padre legítimo. Y su madre es la difunta hermana del difunto Ned Stark, Lyanna.
Puede que ni me hayan entendido los seguidores de la serie, pero la confusión y la promiscuidad forman parte de la idiosincrasia DE Juego de tronos. Que no es la mejor de la historia, pero sí la más espectacular. Y que está marcando una época de la televisión, de la piratería y hasta de la sociología. Una serie universal que presta más atención a la imagen que a la palabra -al principio no era así-, que rompe las barreras generacionales y que se abastece de personajes enormemente carismáticos.
Cada uno tiene su favorito. Y el mío, Lord Baelish, o Meñique, como prefiráis, ha sido degollado en el capítulo fina. A manos de Arya, aquella niña expresiva que ha envejecido tan mal como los demás infantes de la serie. Qué monos eran y en qué engendros se han convertido, aunque el porvenir de Juego de Tronos está garantizado. Porque la alimaña de Cersei está embarazada. Y porque mucho nos tememos, que la Khalessi también. Jon Nieve la ha fertilizado.