Madrid | 27.01.2020 10:02
Hasta un Oscar había ganado, como productor y meta-protagonista de un cortometraje que lo retrataba a semejanza de un dibujo animado. Es una buena definición del prematuro difunto. Un jugador de dibujos animados. Que era lo que Jorge Valdano decía de Romario.
Y bien pudo dedicarse al fútbol Bryant cuando su padre, jugador de los Sixers, se trasladó a la liga italiana, pero el regreso del clan lo derivó a la tradición familiar y a las expectativas mesiánicas.
No os voy a abrumar con sus títulos, medallas ni proezas. Os diré que le metió 81 puntos a los Raptors. Y que jugó 20 años en los Lakers. Una lealtad tan profunda y recíproca que el pabellón del equipo angelino no solo había retirado el número 8 del monstruo. También el 24 que asumió en la segunda década. Menos significativa en anillos, pero imponente para redondear la tiranía que ejerció el timonel del baloncesto del siglo XXI.
No demasiado alto -1,98- ni tampoco excesivamente corpulento, pero artífice de un basket inteligente, estético e indefendible. Bryant jugaba con enorme clarividencia. Supo arroparse de jugadores colosales (de Shaq a Gasol) y supo convertirse en el mejor intérprete en la pista Phil Jackson, pero Kobe se desenvolvía como un jugador fuera del espacio y del tiempo.
Hubiera arrollado en cualquier época, aunque la suya consistió en heredar el trono envenenado de Michael Jordan. Se había declarado un cráter. Parecía imposible colmarlo. No le gustaba a Bryant el juego de las comparaciones, pero tuvo el mérito de responder a ellas. Aéreo, competitivo, agresivo, elegante, audaz. Y ahora, mártir.
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