El otro día reconocía aquí el señor Rajoy que arrima el ascua a su sardina cuando habla de su gestión económica: lo impopular le tocó hacerlo contra su voluntad, lo popular lo decidió él porque piensa, sobre todo, en nosotros. Al gran recaudador de los últimos cuatro años, el áspero y propagandista de sí mismo Cristóbal Montoro, se le aparece ya en sus peores pesadillas esa palabra: herencia. La pronunció ayer Jordi Sevilla, aspirante a ministro de Economía y a lo mejor también, de Hacienda.
Montoro ya ve venir lo que le va pasar si el signo del gobierno cambia: harán con él lo que él hizo con el anterior, recriminarle que haya dejado las cuentas públicas desarmadas y cargarle el muerto de las subidas de impuestos que en adelante se produzcan. La principal tarea a la que se ha entregado Montoro en la recta final de su mandato — reivindicarse a sí mismo como el artífice del milagro presupuestario— amenaza ahora ruina por culpa de los mismos números a los que él se encomienda para enlucir su epitafio. En el último año de gobierno Rajoy (último por ahora, veremos) el déficit público de España fue del 5,16 % del PIB cuando tenía que haber sido, máximo, del 4,2 %. Subrayemos “máximo” porque lo que Bruselas establece es un tope nacional: cuando dice 4,2 no significa que haya que tener un 4,2, le vale todo lo que esté por debajo de esa cantidad, por ejemplo el cero por ciento, el equilibrio real de ingresos y gastos que para el gobierno Rajoy, y para Montoro, era hace cuatro años la meta exigible y alcanzable, o eso nos dijeron. Al final, la recuperación económica es un hecho, el país va hoy mejor que en diciembre de 2011 (hay pocas dudas a ese respecto), pero el desajuste entre ingresos y gastos se ha institucionalizado; ya no es coyuntural, es hábito, un desequilibrio estructural como la dualidad de nuestro mercado laboral o una tasa de paro desbocada. Forma parte, esto es lo que hay, de la marca España.
“Alguien no ha hecho lo que tenía que hacer”. Ya. El primero, usted, que se dotó de nuevas herramientas para meter en vereda a los gobiernos autonómicos y presumió, de hecho, de ser el guardián de las esencias. “Alguien no ha hecho lo que tenía que hacer”, aplíquese el cuento, Montoro.
Hubo un tiempo en que el déficit público, incluido —-claro— el de las comunidades autónomas, era el centro del debate nacional. Pero no cabe engañarse por la pantanada de declaraciones de ayer: dejó de serlo hace dos años. Contra el cumplimiento del déficit predicaron intensamente algunos de los que ayer se lamentaban de que el gobierno no haya cumplido.
Pablo Iglesias critica la ineptitud del gobierno para equilibrar las cuentas cuando su pretensión es desequilibrarlas más; le reprocha que no haya pasado el examen de Bruselas cuando se ha pasado los dos últimos años llamando a la insumisión comunitaria, a ignorar el pacto fiscal y a mandar a hacer puñetas a la señora Merkel.
Jordi Sevilla censura la bajada del IRPF que aprobó el gobierno, por electoralista, por haber deteriorado los ingresos públicos. Pero no se recuerda que Pedro Sánchez recriminara a Rajoy por aliviar la presión fiscal a las clases medias. Criticó que pagaran menos los ricos —esto es un clásico— pero nunca fue un adalid de un IRPF más alto para todos.
Ciudadanos tiene asumido el compromiso de no subir impuestos (nada dice, por supuesto, de bajarlos). Presume de haber llevado al PSOE a su terreno en este pacto que ambos tienen firmado —no más impuestos— pero está por la labor de fijar un impuesto de sucesiones obligatorio —en contra de la bonificación que practican algunas comunidades— y nuevas tasas medioambientales.
Y sobre todo, tanto el PSOE, como Ciudadanos como Podemos reclaman que se retrase el calendario del cumplimiento del déficit, es decir, que Bruselas nos dé más tiempo para poder ir ajustando más despacio. Que es la forma de decir que, si de ellos tres hubiera dependido, nunca se habría fijado el 4,2 % de objetivo para 2015. El PP, por cierto, también quiere un calendario más laxo y presume de haberle arrancado ya el compromiso a la Comisión Europea. Por más escándalo político, y preelectoral, que se quiera hacer hoy al respecto, los cuatro principales partidos coinciden en que no es razonable tener menos de un 3 % de déficit al menos hasta 2017.
El resto es ruido. De ése que, en tiempos, le gustaba tanto hacer a Montoro.