El monólogo de Alsina: Huelga general
Les voy a decir una cosa.
Aunque Cándido Méndez dijo en septiembre de 2010 que la huelga general había sido un éxito rotundo, lo hizo por la misma razón por la que Pio Cabanillas hijo dijo en la mañana del 20 de junio de 2002 que la huelga general había fracasado: porque ambos pensaban que era su obligación decirlo aunque los dos sabían que era una trola.
La última huelga general que UGT y CCOO le hicieron al gobierno de España en 2010 ---las huelgas generales siempre se hacen contra el gobierno de turno, o contra el Parlamento que aprueba las iniciativas de ese gobierno--- dejó en los convocantes la sensación de haber perdido pie, de haberse dejado en el camino la sintonía con eso que se llama “la calle” y el músculo que en otros tiempos acreditaron para poner contra las cuerdas a quien legisla. Aunque Cándido y Toxo dijeron, sin ruborizarse, que había sido un éxito rotundo, ni fue rotundo ni fue éxito ni fue nada. Porque no sucedió nada de lo que Méndez, con buen criterio, había establecido al hacer la convocatoria como la prueba del algodón que permitiría calibrar el triunfo frente al gobierno. Lo que entonces dijo el líder de la UGT ---ha pasado un año y medio--- sigue sirviendo ahora que las dos centrales sindicales llaman de nuevo a hacer huelga: una iniciativa como ésa no se toma --dijo Méndez-- porque nos divierta parar el país (no somos tan irresponsables los sindicatos), se toma porque es la herramienta que tenemos para conseguir algo, que se retire esta reforma, por eso la huelga triunfará si logramos el objetivo que nos ha movido a convocarla. Antes de aquella huelga de septiembre de 2010 Méndez explicaba con esta enorme claridad cuál es la forma correcta de medir el éxito o fracaso de una convocatoria como ésta. Después de la huelga, sin embargo, cuando se constató que el seguimiento había sido poco menos que testimonial y, sobre todo, que ni el gobierno ni el Parlamento iban a cambiar una coma de la reforma que habían aprobado, Méndez se olvidó de su propia doctrina y calificó de éxito rotundo lo que él, y Toxo, sabían que había sido un pinchazo tremendo. Olvidaron también otro compromiso que habían adquirido en las vísperas, que era el de hacer examen público de conciencia en caso de que la iniciativa fracasara. En público fingieron que todo había salido a pedir de boca, pero en privado si temieron haber empezado a recorrer la pendiente que conducía a lo que más puede temer cualquier organización que aspire a tener influencia pública, que es la irrelevancia.
La legislación laboral en España la hace el Parlamento, pero la tradición de los últimos treinta años consiste en encargar cualquier revisión de la norma a estas tres organizaciones que se entiende que representan al conjunto de la sociedad, la patronal CEOE y los sindicatos de clase, UGT y CCOO. Cada vez que un gobierno ha querido cambiar las reglas laborales ha “subcontratado”, digamos, la tarea a patronal y sindicatos para que fueran ellos quienes pactaran los cambios. Sólo cuando ese acuerdo no se ha producido, o no ha cubierto las expetactivas del gobierno de turno, éste ha actuado por su cuenta y ha aprobado reformas laborales sin el respaldo sindical. Y en todas las ocasiones en que lo ha hecho, se ha convocado una huelga general en España. Que a Méndez y Toxo no les gusta la reforma que ha presentado el gobierno Rajoy es una gran verdad. Pero, junto a ese rechazo, hay una segunda motivación ---segunda o primera--- que los líderes sindicales han trasladado abiertamente a unos cuantos interlocutores en estas tres últimas semanas: la preocupación de que los usos y costumbres de los últimos treinta años en materia de legislación laboral queden desterrados, es decir, que ellos pierdan el rol de interlocutores necesarios --y preferentes-- que, para la legislación laboral han tenido siempre. Les preocupa que cambie el statu quo. Les ha irritado el ninguneo.
Cuando en septiembre de 2010 Méndez y Toxo sintieron el vértigo de la irrelevancia se aplicado a la tarea de frenar, a toda costa, esa pendiente: reconstruyeron su relación con el gobierno Zapatero y aprovecharon el cambio en la cúpula de la CEOE --Díaz Ferrán por Rosell-- para retomar negociaciones pendientes y abonar el terreno del entendimiento. Mientras haya negociaciones abiertas, el papel de los interlocutores sigue siendo valioso. Cuando la negociación termina, o descarrila, ese papel decae. Rubalcaba ha contado más de una vez que el PSOE pidió a sindicatos y patronal que se pusieran de acuerdo para moderar los salarios, requisito para poder ganar competitividad. Y también ha contado que, por más empeño que él puso, el deseo no alcanzó a ser concedido. En diciembre cambió el gobierno, y para sorpresa del PSOE, el pacto por la moderación salarial que ellos no tuvieron lo recibió Rajoy a modo de regalo de bienvenida. Quienes más aflojaron sus posiciones en aquella negociación para alumbrar el acuerdo fueron, precisamente, los sindicatos. Por una razón: confiaban que ese pacto persuadiera al nuevo gobierno conservador de las bondades del diálogo social y le disuadiera de impulsar reformas laborales sin contar con ellos. Con el pacto salarial, UGT y CCOO quisieron, como se dice ahora, “ponerse en valor”. Pero acabó ocurriendo lo que no esperaban: que el señor Rajoy no sólo presentó su propia reforma laboral, sino que metió en esta todos los sapos que los sindicatos (el gobierno era consciente de ello) difícilmente tragarían. Y de nuevo se les apareció a Méndez y Toxo el fantasma más temido: se ignorados, convertirse en un elemento anecdótico, un florero. El bocinazo que supone esta convocatoria de huelga general tiene como objetivo principal justamente éste: reivindicar el rol que siempre han tenido ---o que los gobiernos han reconocido a los sindicatos de clase--- como interlocutores necesarios para los cambios laborales. “Usted puede plantear la reforma que considere conveniente, lo que no puede es dejar de citarme en la Moncloa para presentármela”. Cuando esta mañana han formalizado la convocatoria de huelga, lo que han dicho los líderes sindicales no es que pretendan que la reforma sea retirada (no van a tasar, así, el éxito de la huelga porque la última vez ya escarmentaron) sino que el gobierno se avenga a negociarla con ellos. Que les reconozca su rol. Que respete el statu quo. En ese sentido, más que en ningún otro, son los convocantes los que se la juegan en esta próxima huelga general. Porque si ésta fracasa, ni el gobierno actual ni los que vengan luego sentirán la necesidad de volver a contar con ellos.