El ministro Wert va entrenado al debate de la Nación
Les voy a decir una cosa.
Se lo han puesto difícil a Rubalcaba. Está el líder socialista dándole al coco a ver qué cosa original se le ocurre para el debate del miércoles porque si no le van a decir que le está copiando a Eva Hache o a Candela Peña. Esta semana tenemos debate de la Nación, segunda parte. La primera fue la Gala de los Goya. El ministro Wert ya va al Congreso entrenado. Porque anoche el respaldo de su butaca se quedó virgen: toda la gala estuvo echado hacia delante, como para poder esquivar las tortas con más soltura. ¿Y por qué no? Después de todo, es una tradición muy nuestra que la entrega de los premios del cine pase revista al estado de la nación para lamentarse de lo mal que está todo y de lo difícil que lo tiene siempre este sector de nuestra actividad económica que se llama “el cine”.
El cine es un sector económico y a mucha honra. Que, a diferencia de casi todos los demás sectores, y a semejanza de la televisión, los libros o el fútbol, tiene algunos profesionales que son muy conocidos por el público y tiene unos premios anuales que se entregan los profesionales entre ellos en una gala que se utiliza de altavoz para las demandas sectoriales (y, de paso, para que cada cual diga lo que desee, sólo faltaría que no se pudiera, sobre las noticias que en los últimos meses nos han tenido ocupados). Nos han dejado sin comentarios graciosos que hacer a los programas de actualidad diaria. Todos los chistes sobre la familia real, la corrupción y Rajoy ya los hicieron anoche. Incluso hicieron alguno nuevo. No se engañen: hacer guasa sobre la actualidad de cada día tampoco tiene más misterio. Repasas los diarios y entre Corinnas,detectives y peinetas, los chistes te salen solos. Lo meritorio es lo que hizo Muchachada Nui, combinar el humor surrealista con las pullas al propio colectivo que llenaba la sala. Eso de pedir que se cree un Goya a la mejor comedia no pretendida es un destello de ingenio destroyer que bien podría aplicarse a alguna de las intervenciones de anoche. Pero no hay por qué sorprenderse (ni incomodarse, ni entusiasmarse) porque los oradores hagan críticas (más o menos sustanciadas) a decisiones del gobierno o el Parlamento. Cualquier ciudadano tiene su opinión, y en esto Maribel Verdú, por ejemplo, es una ciudadana más, la señora de abajo a la que aborda un reportero que está haciendo una encuesta callejera y dice lo que le parece. No se le presupone a un actor un conocimiento de la realidad sociopolítica, o un dominio de los fenómenos mundiales, superior a la media. Son gente normal, como usted y como yo, que sabemos bastante de nuestro trabajo y bastante menos de todo lo demás. Pero nos formamos un criterio sobre las cosas que pasan y lo expresamos. Hay actores que leen mucho sobre mercados financieros internacionales y actores que no saben lo que es el FMI. Como en cualquier otro ámbito profesional. Habrá de todo. Y tampoco hay por qué sorprenderse de que aquellos que reciben un premio manifiesten su dolor por las situaciones sociales que les parecen injustas o dramáticas. Forma parte de esa idea extendida de que determinados oficios tienen un plus de portavocía social, de eso que llaman “compromiso”: se considera más sólido, con más fondo, al artista comprometido que al artista sin comprometer, que es éste que, cuando le dan un premio, no menciona los grandes problemas del mundo, lo que de inmediato se interpreta como que es insensible al padecimiento que le rodea, aunque tenga una casa corriente en un barrio corriente, dos hermanos en el paro y una ong con la que colabora. Esta otra costumbre muy de aquí: la de no conformarse con hacer un trabajo creativo que entretiene a la gente. Ha de añadirse esa vertiente de trascedencia social, para que tu trabajo se vea importante debe sentirse como imprescindible, debe ser necesario para la sociedad. No basta con ser un arquitecto afamado, cuando éste hable de sus proyectos explicará no tanto la pericia profesional que le ha llevado a diseñar una obra que parece un milagro que se sostenga, sino la utilidad social que el edificio va a tener, de cómo ese arco del patio central responde a una demanda de la sociedad que la arquitectura atiende. No basta con afirmar que el cine es un producto de ocio que gusta mucho a la gente, debe ser socialmente relevante, debe ser como el comer, irrenunciable.
Se ha comentado mucho lo que dijeron algunos de los artistas sobre los recortes, el ajuste económico y los desahucios. Se ha comentado menos esta frase del presidente de la academia en su discurso (en su derecho está) reivindicativo: “El cine es un derecho --dijo-- de los ciudadanos”. Hombre, en la declaración de los derechos del Hombre no aparece, pero es verdad que forma parte de la vida cotidiana de la gente. Claro que formar parte de la vida cotidiana no convierte una forma de ocio en un derecho (hay mucha gente a la que le gustan las palomitas y no por ello cabe decir que las palomitas sean un derecho ciudadano), pero es más fácil hablar de “derecho al cine” cuando piensas en las grandes películas de la historia que en una peliculilla malucha o ligera, aunque en ambos casos lo primero que mueve al espectador a acudir al cine sea su deseo de pasar un rato entretenido y aunque para ver ambas haya que pagar una entrada --convirtiendo el supuesto derecho, como tantos otros, en “derecho supeditado al desembolso previo”--. Pero no hay por qué sorprenderse. Todas las industrias, todos los sectores económicos, hacen campaña en favor de sí mismos para conseguir del Estado ayudas y tratamientos favorables. Si lo hacen los fabricantes de coches, las empresas energéticas, si lo hacen los grupos de comunicación, por qué no lo va a hacer este sector de actividad económica que se llama “el cine”. La diferencia entre las campañas que hacen unos sectores y otros está en los argumentos que utilizan y en los portavoces que eligen para plantear sus demandas. Los fabricantes de coches, por ejemplo, encomiendan al presidente de su lobby, su asociación, que hable por ellos y ponga el acento en el número de empleos que genera el sector y en la dura competencia que suponen las condiciones laborales de otros países. En el caso de los fabricantes de cine, el argumento principal suele ser uno que tiene poco que ver con el rendimiento laboral o económico: el argumento es “la cultura”, el hecho de que su producto es cultural y, por ello, imprescindible para una sociedad avanzada; los portavoces de las demandas de los fabricantes (éste es otro hecho diferencial notable) no acostumbran a ser los empresarios, sino los empleados más conocidos de esas empresas, que son los actores. Como si quien reclama el plan Pive no fuera Anfac sino los empleados de Fasa Renault. Cada sector juega con las armas que tiene, y los empresarios que fabrican, distribuyen o exhiben cine son conscientes de que es más eficaz, y mejor recibido, que un actor conocido y apreciado por el público pida más apoyo del Estado al cine y menos IVA, que que lo haga un productor que es menos popular y que al final está pensando, muy legítimamente, en su propio negocio. Parece que uno tiene más fuste si se presenta como “el mundo de la cultura” que si lo hace como “industria del entretenimiento”, pero en el cine también hay empresarios con ganas de hacer dinero, subcontratas de proveedores y empleados (o autónomos) a los que se paga por hacer un trabajo. Actores a los que el empresario contrata para que hagan aquello que mejor sabe hacer un actor: fingirse otra persona.