'La máquina de matar'
Les voy a decir una cosa.
Lo primero, recordar el currículum de la moza. Y lo segundo, recordar el chiste de la torre de vigilancia que ya les conté anoche.
El currículum abarca apenas tres años, los que consiguió estar en activo, matando gente, hasta que la guardia civil le echó el guante en 1988 -tenía ella treinta años- y se lo echó con ganas. La señora ésta se había estrenado en la banda con veintitantos años. La destinaron al comando que operaba en Madrid, donde empezó haciendo vigilancia de posibles objetivos para preparar asesinatos que cometían otros, año 1984. Luego se encargaría ella misma, con su doble pareja de baile criminal, Soares Gamboa y De Juana Chaos, el futuro huelguista, de elegir plazas de Madrid donde dejar aparcados coches bomba.
El nueve de septiembre de 1985, jueves, una pareja tomó un taxi en la plaza de Lima de Madrid a las seis y diez minutos de la mañana. Le indicaron al taxista que iban al Puente de los Franceses, donde les esperaba un segundo hombre, armado, que encañonó al taxista mientras la pareja lo maniataba y lo encerraba en el maletero del vehículo. Uno de ellos se puso al volante y condujo hasta la plaza de la República Argentina, donde un día antes habían estacionado un Peugeot 505 con diez kilos de explosivo y metralla. Allí esperaron, en el taxi, hasta que el microbús de la Guardia Civil que trasladaba a veinticuatro agentes a la embajada de la Unión Soviética, donde iban a relevar a los compañeros que salían de turno.
La explosión del Peugeot destrozó el microbús, que acabó empotrado contra una acacia, aunque ninguno de sus ocupantes resultó muerto. En cuanto se produjo la explosión, los terroristas huyeron en el taxi mientras los guardias civiles de la embajada soviética abrían fuego contra el vehículo. Algunos testigos contaron que la mujer terrorista que integraba aquel comando resultó herida por los disparos.
Con el tiempo se sabría el nombre de la etarra: Inés del Río Prada. Los terroristas integrantes de aquel comando -la prensa se refería a él como comando España- lamentaron sin duda no haber logrado su objetivo, que era matar a todos, pero en su disculpa seguramente alegaron que era la primera vez que la organización (o sea, ETA), cometía un atentado con coche bomba en Madrid, y que habría que ir mejorando. En abril, siete meses después, duplicaron la carga de explosivo en el coche bomba que estacionaron en Juan Bravo para hacerlo explotar al paso de un Land Rover de la Benemérita. Mataron a cinco guardias civiles.
En julio, 1986, el mismo plan les serviría para reventar un autocar en otra plaza madrileña, la República Dominicana. Esta vez el vehículo bomba era una furgoneta Saba y la carga explosiva, cinco veces superior a la primera vez, cincuenta kilos de Goma 2 más la metralla para multiplicar el daño. En el autocar de la guardia civil viajaban alumnos de la Agrupación de Tráfico, el mayor de 24 años, el menor, 19. Fueron asesinados nueve de ellos. Cuatro murieron en el acto. Otros cuatro, en el traslado a La Paz. Otras cincuenta y seis personas resultaron heridas y las fachadas de las viviendas quedaron destrozadas. Esta vez Inés del Río, con sus colegas terroristas del comando España, sí pudo sentirse orgullosa: podían presumir de haber cometido el atentado más sangriento, más grave, de cuantos había realizado ETA desde la llegada de la democracia. El País tituló su editorial del día siguiente de esta manera: “La máquina de matar”. Su tercer párrafo empezaba con esta reflexión: “La responsabilidad que asumen los votantes de Herri Batasuna en relación con las matanzas de ETA no puede ser tranquilamente olvidada”. Aquella responsabilidad ética, aquel silencio inmoral, no era distinto del que hoy mantuvo el diputado Errekondo cuando le preguntaron por el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
En enero del 87, cuando Inés del Río cumplía tres años de oficio criminal y acumulaba ya más de quince cadáveres a sus espaldas, consiguió huir de la redada policial en la que cayeron sus colegas Troitiño y De Juana, aunque no pasaría más de año y medio antes de que ella misma fuera detenida en Zaragoza. A partir de ahí, llegaron los procesamientos, los juicios y las condenas. La primera, en el 89 y la última, en el 2000, aunque desde el 88 cumplía ya prisión preventiva, es decir, que contaba ya el reloj que señalaba que, con las leyes de entonces, el máximo tiempo efectivo que pasaría en prisión sería de dieciocho o veinte años, como ocurría con sus camarada De Juana o con Santi Potros, detenido en Francia en el 87.
Los años fueron pasando, y cuando dieciocho años después algunos de estos etarras reclamaron que se les aplicaran las redenciones de pena por estudios y buen comportamiento para poder dar por cumplidas sus condenas, el Tribunal Supremo estableció cuál era la forma correcta de hacer esa cuenta. Hasta entonces se consideraba que si un etarra tenía varias condenas (algo muy habitual porque estos animalitos, antes de ser capturados, eran muy de delinquir a diario), el tiempo máximo de prisión era treinta años y las reducciones de pena debían restarse de esos treinta.
¿Qué dijo el Supremo? Que lo correcto era restar no de los treinta años máximos, sino de cada una de las penas que les hubieran caído por cada condena, es decir, que si tenía tres penas de doscientos años y había que restarle diez, salían ciento noventa aun por cumplir, de tal manera que seguían estando en la cárcel treinta. Inés del Río acumula tres mil años de condena, de modo que...treinta. No debería salir de prisión hasta 2018. La intención del Supremo era clara: mantener encarcelados a los terroristas el mayor número de días posible por el escándalo social que suponía ver en la calle a terroristas que habían cometido asesinatos múltiples hacía apenas dieciocho años y cuando la banda seguía existiendo y seguía matando.
Lo que hoy ha dicho el Tribunal Europeo no es que este criterio de sumas y restas de penas sea incorrecto -ahí no ha entrado- sino que sólo cabe aplicarlo a aquellos delincuentes detenidos y condenados a posteriori, es decir, desde el momento en que quedó establecida esta norma de cómputo (matizada luego por el Constitucional), no para aquellos que ya estaban condenados antes. Viene a decir que esto de mantener a los etarras en prisión, sí o sí, treinta o cuarenta años teníamos que haberlo pensado antes, no cuando ya estaban a punto de abandonar la cárcel.
En eso tiene parte de razón. En lo otro, que quepa considerar retroactividad la interpretación de una norma que ya existía, es discutible. La última palabra aún no se ha dicho porque el Estado español presentará recurso -y hasta que no haya sentencia firme, no tiene por qué sacar de prisión a la asesina en serie, cabe alegar, como se ha hecho, riesgo de fuga-. Pero resulta obvio que la sentencia conocida hoy es un revés para el Estado, que, en caso de perder el recurso, no sólo tendría que excarcelar a Inés del Río, sino que habría de hacer lo mismo con todos los etarras que han presentado los mismo argumentos ante Estrasburgo y -esto también escuece- habría de indemnizar a esta jauría por los “daños no pecuniarios” (así los llama el Tribunal) que ha sufrido al ver vulnerados sus derechos.
Sólo pensar que encima haya que pagarle treinta mil euros a la tal Inés (la que voló guardias civiles en Juan Bravo y en República Dominicana y que jamás ha dado muestra alguna de arrepentimiento) produce náuseas, aunque habrá que hacerlo si la sentencia resulta confirmada. Antes de que sus colegas abertzales la saquen en procesión como prueba viviente de que también hay “víctimas del conflicto político entre los suyos”, bla bla bla, bla bla bla, les recuerdo el chiste (humor negro) que anoche ya contamos, y que viene al caso también del episodio protagonizado por Rafael Larreina, diputado de Eusko Alkartasuna a quien le preguntaron si condena el asesinato de Miguel Ángel Blanco y dijo que sí, pero para diluirla de inmediato en un lamento por “todas las victimas del conflicto, sean del tipo que sean”, otra vez bla bla bla.
Un alemán cuya familia colaboró con Hitler le dice a otro alemán, judío, cuya familia fue gaseada:
- Has de tener en cuenta que en aquellos años todos fuimos víctimas. Un pariente mío, sin ir más lejos, también murió en Auschwitz.
- Vaya -dice el otro-, no lo sabía; ¿era judío?
-No, qué va. Se cayó de una torre de vigilancia.