Mezcla mal la tragedia canallesca del ser humano con las hazañas y el sacrificio de otros. Pero es el relámpago que nos asestó la tarde porque la muerte de Gabriel fue como un trueno en mitad de una tarde soleada: no tenía explicación ni se puede entender si no es con una mente enferma, retorcida y exageradamente cruel.
Con 8 años, tal vez Gabriel soñaría también con ser futbolista, o quizás ciclista, como Marc Soler, que ganaba la París-Niza ayer, pocas horas después de que descubrieran su cuerpo en el maletero del coche.
O a lo mejor le gustaba el basket. O tal vez aún ni tan siquiera había visto ningún partido de ningún deporte y su mundo de 8 años se reducía a esa infancia de escuela, en ese escenario del mar de plástico de los invernaderos y el refugio en la casa de su abuela.
O tal vez Gabriel sólo quería ser lo que era: un niño. Un niño con la ilusión y la ingenuidad rebosándole por los ojos, sin entender a qué extraño y difícil juego le estaban sometiendo sus captores a los que debía conocer y su confiada inocencia posiblemente aceptó todo como un juego, un juego de mayores, que Gabriel cada vez entendería peor, hasta que dejó de entender todo.
Estaba pensando en esos niños que llevas ahora al colegio y se entusiasman con el fútbol y los deportes, y sueñan con que mañana el Sevilla elimine al Manchester y en que ganemos el Mundial este verano. Niños felices, los tuyos y los míos. Y estaba pensando en Gabriel. ¿Qué le dirían? ¿Cómo se lo explicarían? ¿Qué pensaría él?
Supuestamente estamos en un país que es el quinto del mundo en cuanto a protección de los derechos de la mujer, que persigue y reivindica una sociedad más justa y mejor, pero en esa sociedad también anida la violencia hacia los más débiles: mujeres, sí, pero también ancianos y niños como Gabriel.