Historia del caso de la paciente Sullivan
En el recorrido que estamos haciendo por la historia de la Medicina, nos habíamos quedado en las salas de disección. Hoy, vamos a conocer el caso de la paciente Sullivan.
Hubo una batalla en la penúltima centuria. Una batalla entre la razón y la superstición. Por entonces, el anatomista era como un explorador. Con la disección, indagaba en el difunto cuerpo humano tratando de descubrir secretos pensando en los vivos. Y en esa batalla, había bajas inesperadas por la presencia constante de la infección. En los libros de medicina quedó registro de la advertencia que hacía a sus alumnos un tipo llamado William Tennant, profesor en la Universidad de Glasgow. Mister Tennant solía advertir a sus jóvenes aprendices diciéndoles que cada semestre alguien pagaba el tributo de su propia vida diseccionando cadáveres.
Una pequeña herida junto a una uña, un mínimo corte con un instrumento quirúrgico, eran una vía directa a la infección, previa a una muerte prematura en la profesión médica. También unos cuantos aprendices fallecieron contagiados por las enfermedades que previamente habían matado a los muertos en los que estaban indagando. Aquellos pioneros de la medicina tenían valor y compromiso. Tengan en cuenta que los encargados de las sabandijas en un hospital, es decir los que eliminaban los piojos de los colchones, cobraban más dinero que los cirujanos. Pero, siendo difícil ser médico, resultaba más comprometido todavía ser paciente. Fíjense, en 1869, el cirujano James Simpson escribió lo siguiente: un soldado tiene más posibilidades de sobrevivir en la batalla de Waterloo que alguien que ingrese en un hospital.
Era la una de la madrugada de una noche de marzo de 1851. La llama de la vela del doctor Lister titilaba en una de las ventanas del University College Hospital, cuando, de repente, escuchó alboroto. Minutos más tarde, llamaron a la puerta donde hacía guardia.
Delante de unos vecinos, apareció un oficial de policía que sostenía en brazos el cuerpo de una mujer inconsciente que había sido apuñalada. Se llamaba Julia Sullivan, era madre de ocho hijos y esposa de un energúmeno que le había metido un cuchillo en el vientre. En la Inglaterra victoriana, la reina sería intocable pero la mayoría de las mujeres eran golpeadas a lo largo de sus días. Julia presentaba un tajo profundo con 20 centímetros del intestino sobresaliendo de la herida. El doctor Lister lavó la materia fecal de las entrañas con agua tibia. E intentó colocar los intestinos en el interior, pero se dio cuenta de que la abertura era pequeña. Tenía que ensancharla. Lister tomó un bisturí y prolongó el corte con cuidado, hacia arriba y hacia dentro. Redujo la mayor parte de la protusión a la cavidad abdominal, hasta que fuera sólo quedaba un nudillo del canal intestinal. Con hilo de seda cosió la abertura devolviendo dentro lo que quedaba fuera. La intervención de Lister fue mencionada en la revista The Lancet. Lo hizo solo sin que nadie le asistiera. Lo hizo hace 170 años.
La paciente se fue recuperando recibiendo una dosis regular de opio, que entonces era lo que administraba hasta a la infancia. La intervención de Lister salvó dos vidas. La de la paciente y la del marido, que fue condenado a 20 años de deportación en Australia. Si ella hubiera muerto, a él le habrían colgado. En la Inglaterra victoriana hubo un tiempo en el que siete de cada ocho varones encontrados culpables eran deportados, algunos tan jóvenes como niños de 9 años y otros tan viejos como octogenarios. Los reos eran enviados -primero- a cálceles flotantes de horrendas condiciones. Dentro de jaulas, las camisas de los presos tenían tantos parásitos que parecían haberlas rociado de pimienta. Con frecuencia, a bordo, había brotes de cólera. Si se sobrevivía a la hedionda fase previa, el recluso era enviado a Australia. Uno de cada tres moría en el viaje, que podía durar hasta ocho meses. Se desconoce qué pasó con el marido de Julia Sullivan. Tampoco nos importa demasiado.