Historia de las casas de muertos
Para saber con detalle cómo somos por dentro, hubo que diseccionar, hurgar y observar muchos cadáveres. Para curar a los vivos fue necesario analizar detenidamente a los difuntos.
Los cadáveres de antes daban más miedo que los de ahora. Hace 150 años, los muertos resultaban más terroríficos porque no existían ni los conocimientos ni las herramientas ni los protocolos que ahora tiene la medicina forense. De modo que quienes empezaban diseccionando cadáveres solían enfrentarse a situaciones de esas que aceleran el pulso. Un ilustre cirujano ginecológico, el señor James Marion Sims recordaba un incidente aterrador que vivió en sus días de estudiante. Una tarde, su profesor procedía hacer una disección a la luz de una vela, cuando –de manera accidental– se soltó sobre el extremo superior de la mesa... se soltó una cadena, que estando sujeta al techo, rodeaba al cadáver.
El cuerpo, empujado por el peso de sus miembros inferiores, se escurrió hasta el suelo en posición erguida con los brazos violentamente caídos sobre los hombros del médico. La vela que había sido colocada sobre el pecho del muerto salió disparada dejando la sala en una oscuridad absoluta.
En las casas de muertos, donde se diseccionaban cadáveres, los vivos podían escuchar el sonido latente de sus propios corazones. Los estudiantes sentían esos latidos como un estruendo palpitante en aquellas salas donde el silencio era la melodía de las pesadillas.
El músico Héctor Berlioz fue estudiante de medicina. Una tarde de sábado, en una casa de muertos, mientras asistía a una disección... sintió tanto miedo, tanto horror, que abrió la ventana que tenía cerca, y saltó a la calle, huyendo de aquel lugar. Esta obra se titula ‘Sueño de un sábado de brujas’. Berlioz describió aquellos lugares, la sensación de repugnancia que se le instalaba en la garganta... al ver miembros esparcidos fuera su sitio, al contemplar las cabezas de los difuntos sonriendo. Había dos mujeres muertas que parecían carcajearse de él. Había gorriones picoteando restos de esponjoso tejido pulmonar. La profesión de médico nunca fue para cualquiera.
Nunca fue como la política. No podían usarse trucos de magia, no valía el ilusionismo, ni los juego de manos, era preciso el conocimiento científico: la experimentación. Por eso, había casas de muertos donde diseccionar cadáveres. La medicina necesitaba aprender.
En aquellos tiempos, no se usaban guantes, no había elementos de protección. Por eso, no era extraño que un estudiante de medicina se fuera para casa con restos de carne, tripas o cerebro... restos adheridos a su ropa tras la conclusión de las clases. La medicina nunca fue el oficio de los pusilánimes.