Centenarios capítulo 5: La ardiente oscuridad de Boni
Nos adentramos en la memoria de Bonifacio Goñi para conocer la vida en el campo a finales de los años veinte. Una vida que sólo existe en el recuerdo de unos pocos. Una vida de la que, dentro de una década, no quedará nada.
Bonifacio Goñi no tiene que cerrar los ojos para activar el proyector de los recuerdos. Es ciego desde hace algo más de diez años. En esa ardiente oscuridad de la que habló Buero Vallejo, Boni prende la cerilla de la memoria. Mira al frente… y mira a la vida en el campo a finales de los años veinte. Una vida que sólo existe en el recuerdo de unos pocos. Una vida de la que, dentro de una década, no quedará nada.
Boni se sienta en el sillón. Es media tarde. Se trata de la primera entrevista que concede en casi un siglo. Y lo hace casi sin querer, sorprendido. Terriblemente sorprendido.
Una entrevista exclusiva, la primera que concede en casi un siglo
Cuando dice que no ha estado en ningún lado, es una respuesta casi literal. Nació el 24 de abril de 1926 en un pueblecito de Navarra a orillas de Pamplona. En 95 años de travesía, su destino más lejano ha sido Madrid. Viajó en autobús. Duró tres días. Con paradas en Vitoria y Burgos. Nació en una familia numerosa. Tenían una granja y un ultramarinos. Todo lo que comían los Goñi crecía en su propia casa, la casa de Ventaberri. Los primeros recuerdos de Boni rondan su primera comunión: hay calles sin asfaltar, bicicletas y un sueño, el de ser pelotari. Jugaban a pala con pelotas de tenis en una pared que tenía una raya pintada en su extremo inferior.
“Hacer tanto” puede ser “hacer la felicidad”. Hacer tanto puede ser, en cierto modo, la brújula de un niño. Las imaginaciones de entonces, libres de televisiones y videoconsolas, encontraban en una pared la ilusión más verdadera, que es la de la infancia.
Boni, huelga decirlo a estas alturas, quería ser pelotari. El Messi de entonces se llamaba Jesús Ábrego. “El mago de Arroniz”, así lo apodaron, pegaba unos mandobles impresionantes. Llevaba blusa blanca y pantalón largo. Pero Boni no tenía izquierda. Cuando la pelota llegaba arrimada a la pared, sufría dificultades. Así que, desde muy jovencito, asumió que se ganaría las habichuelas lejos del frontón. Aparte de la pared en la que Boni y sus amigos imaginaban un frontón, no había nada. Absolutamente nada. Animales y casas. Así que pronto inventaron el juego del carburo. Necesitaban un bote de tomate frito. Fíjense cómo sonaba.
Cuánto hemos cambiado. Qué distinta es esta tierra que Boni dejó de ver hace diez años. Pero Boni la escucha. Oye coches. ¡Incluso coches eléctricos! También el ruido de los aviones y los helicópteros. Por eso nos pregunta si sabemos lo que son las yeguas, porque ya nadie las utiliza para ir a hacer la compra. A la tienda de Ventaberri, llegaban las mujeres con yeguas, y no con carritos. Así cargaban con la leche, el vino, los huevos, la lechuga y lo que se terciara.
Cuando Boni tenía diez años llegó la guerra. Y Boni se hizo mayor de golpe
Cuando Boni tenía diez años, llegó la guerra.Y Boni se hizo mayor de golpe. Uno de sus seis hermanos partió con los requetés. Fue enrolado en el crucero Baleares. La noche del 5 al 6 de marzo de 1938, los destructores republicanos torpedearon la embarcación. Quedó hundida. Fueron rescatados unos cuatrocientos hombres, pero murieron casi ochocientos. El padre de Boni llamaba desesperado al gobernador en busca de noticias. Las de la radio no servían. Porque, en realidad, no eran noticias, sino propaganda. Hasta que un día, le comunicaron que su hijo estaba entre los desaparecidos.
Boni fue educado en un colegio de los hermanos maristas. Eran duros, de mano suelta, aunque a él lo castigaban muy poco porque, entre los sacerdotes, había uno que era amigo del párroco de su pueblo. Era una educación, dice Boni, mucho más dura. A la vieja usanza. De orden. Para aprender matemáticas, lengua o ciencias naturales… había que ir a misa. Boni no recuerda ni un solo domingo en que faltara a la eucaristía de no ser por un motivo muy gordo. Hoy, los ciudadanos, y es una certera manera de describirlo, se dividen entre los que van a misa y los que no. Con la diferencia de que no hay cura regla en mano que se lo recrimine.
Boni estudió en el colegio hasta los quince años. A esa edad comenzó a trabajar en la granja de casa y en el ultramarinos. Comenzaba, cada mañana, a eso de las 7:30. En verano, un poco antes. Las gallinas le daban menos trabajo que los cerdos, salvo cuando se decidía criar pollos. En Ventaberri, se hacía la matanza del cuto. A Boni le sorprende que hoy la quieran prohibir. En el caso de su familia, era pura supervivencia. O se comían el cerdo o no comían. Igual que muchos de los que iban a comprar a la tienda.
"Los primeros viajes nunca se olvidan"
Boni viajó por primera vez a los 18 años. Como en una novela de Delibes, cogió la bicicleta y se lanzó a la aventura. Al valle de la Ulzama. Los primeros viajes nunca se olvidan. Boni, casi ochenta años después, lo recuerda con precisión quirúrgica. Recuerda el nombre del caserío que visitó, recuerda que almorzó queso, recuerda que la noche se les echó encima, recuerda que hubo una fuente donde refrescarse, recuerda el nombre de los amigos que estrenó y recuerda, por encima de todas las cosas, el nombre de Blanquita, la amiga de Rosalía, que también tenía bicicleta y que sería la mujer de su vida.
Blanquita murió muy mayor hace unos pocos años, pero en la ardiente oscuridad de Boni sigue siendo aquella chavala que apareció montada en su bicicletica. Blanquita, la amiga de aquellos amigos, la que conocían los parientes de Irurzun. Boni tiene una máxima: “Pórtate bien con las mozas y saldrás ganando en todos los sentidos”. Él lo hizo, se portó bien desde el principio hasta el final; y por eso no tuvo que buscar otra novia.
En el baile Boni bailaba con Blanquita, sólo con Blanquita
En las fiestas de los pueblos, existía la tentación. No creáis -nos dice Boni- que entonces no había con quien ligar. Entre “primas de” y “amigas de”, la plaza se llenaba de mozas. Comenzaba el baile y todos bailaban con todos. Guardando las distancias de seguridad, casi como los coches inteligentes de hoy, que pitan cuando se acercan demasiado. Pero Boni bailaba con Blanquita. Sólo con Blanquita.
Blanquita y Boni se casaron. Miraron en el mapa y eligieron Madrid, el entonces llamado “rompeolas de todas las Españas”. Madrid, para el joven Boni,era lo que hoy Australia para muchos jóvenes. La pareja hizo las maletas. La ropa interior, la ropa de cama, el calzado, algo de comer para el primer día…
Madrid era para Boni lo que hoy Australia para muchos jóvenes
Y se fueron a la estación, dice Boni, a coger La Burundesa, un autobús que los llevó hasta Vitoria, donde hicieron la primera parada. Visitaron la ciudad, con su catedral y sus parques. Se fueron a dormir. Cogieron fuerzas para la segunda etapa: Vitoria-Burgos. Boni ya conocía Burgos porque había estado allí con la mili. Pero Boni y Blanquita estaban muy lejos de casa. Estaban a punto de alcanzar su destino más exótico.
Eran días de hambre y posguerra. Por eso, Blanquita y Boni aceptaron la invitación de la tía Rosa y el tío Benito: “Nada de hoteles, os quedáis en casa”. Las primeras noches de recién casados las pasaron en aquel domicilio de la calle Goya. Boni todavía recuerda aquel Madrid que, entonces, acababa allí; pero que ya se estaba ensanchando.
La felicidad puede llenar todo un corazón, pero su radio, a veces, no desborda siquiera la plaza de un pueblo
El tío Benito, entusiasmado con la visita de sus sobrinos, quiso enseñarles su lugar de trabajo: el Banco Hispano. Boni se presentó allí, como mandaban los cánones navarros, en mangas de camisa. Arremangado, igual que su ídolo, el pelotari Ábrego. Boni miraba y a Boni lo miraban. Era el único que lucía los antebrazos. Todo un lujo en aquel Madrid de un calor insoportable. A mediados de los cuarenta, caminar por el Madrid de los negocios en mangas de camisa era casi un delito. Hoy, se permiten -e incluso se alaban- las camisas sin corbata y las camisetas debajo de la americana. ¿Y si todo empezó con la visita de aquel chaval al Banco Hispano?
Con 27 años, Boni dejó de trabajar en la granja y se convirtió en Bonifacio. A través de otro pariente, compró un camión y se dedicó a transportar materiales de obra. Al volante, hizo miles de kilómetros, pero siempre alrededor de Pamplona. Si pusiéramos esa distancia en línea recta, Boni podría haber alcanzado los lugares más recónditos del continente, pero él quería estar en casa. La felicidad puede llenar todo un corazón, pero su radio a veces no desborda siquiera la plaza de un pueblo. Veamos la sonrisa de Boni: empieza cuando sus sobrinas pasan a buscarle, continúa en misa de San Antonio y duerme de vuelta en casa, cuando se sienta en el sofá y apoya a un lado el bastón.
La verdadera patria del hombre es su infancia
Boni se quedó ciego poco a poco. Sabía que era irreversible, que la oscuridad iba invadiendo sus ojos, pero celebra mantener el oído fino a sus 95 años para mantener conversaciones como esta. ¿Cuál es la imagen que más echa de menos? Si pudiera volver a ver una vez más, ¿adónde iría?
Nadie ha conseguido contradecir a Rilke: “La verdadera patria del hombre es su infancia”. Y Boni quiere regresar a la playa de La Concha, en San Sebastián, al Peine de los Vientos y a esas olas que, de pronto, golpeaban contra el muro y salpicaban al niño que un día fue. Esas olas que sonaban así.
Boni es eso que se dice un hombre bueno. Lo decimos arriesgando porque no conocemos más que unos pocos años de un viaje que a punto está de alcanzar el siglo. Pero esta voz sólo puede ser la de un hombre bueno. Ahora, espera, sin prisa, emprender un viaje mucho más largo, que le llevará a un puerto todavía más lejano que Madrid.
A veces, imagina cómo será ese lugar. Lo pregunta en sus oraciones. En Boni han cambiado muchas cosas desde que era niño, pero sigue creyendo que el cielo es distinto para cada uno. Él, por si acaso, se seguirá portando bien… hasta el final.