Centenarios Capítulo 1: Recuerdos de hielo y metralla
Nos adentramos en la Polonia de la época nazi, junto a Adam Milslinski, un hombre que nació en diciembre 1921.Tiene 99 años, pero todavía recuerda cómo vivió aquellos terribles años de guerra.
El hombre que nos mira lleva un traje de pana marrón, una camisa de pana blanca, una gorra verde de cazador y un bastón oscuro con algunos detalles color de plata. También, una mascarilla.
Nació el 15 de diciembre de 1921. Sus hermanos mayores tuvieron nacionalidad prusiana, que no alemana; y él, estrenó la Polonia libre. Aquel año se consiguió sintetizar la gasolina a partir del carbón, fracasó el primer intento de ascensión al Everest y se descubrió la insulina para tratar la diabetes. Albert Einstein ganó el premio Nobel, Lenin gobernaba Rusia y Egipto todavía no se había independizado de Inglaterra.
El protagonista de esta historia Adam Milslinski, arquitecto de profesión y por culpa de la pandemia, apenas sale de casa. Hablamos con él en el Museo de la Universidad de Navarra, donde fue profesor. Le acompaña su hijo Nicolás. Estamos solos, en un salón acristalado. Fuera, llueve. Llueve con fuerza. Aquí dentro hay obras de Antoni Tápies y de Eduardo Chillida… que eran mayores que el profesor.
A nuestro entrevistado, el coronavirus le desconcierta. En su tiempo, las epidemias se anunciaban con manchas y bultos en la piel. Él cree que no tiene la enfermedad, porque no tiene ningún signo externo de ella.
Vayamos al principio. El profesor Milslinski nació poco después de que se oficializara el final de la Primera Guerra Mundial. Así nació Polonia… y así nació él. Es hijo del dueño de una imprenta y de una ama de casa. Siete hermanos. Cinco chicos y dos chicas. Su padre, además, dirigía el periódico local, el termómetro más indicado para medir el terror de dos ocupaciones: primero la alemana y luego la rusa.
En aquel pueblecito de 10.000 habitantes, casi siempre era invierno y los niños patinaban y jugaban al hockey sobre los estanques helados.
El día de la invasión nazi
Adam recuerda con nitidez el día de la invasión. Su casa estaba a pocos kilómetros de la frontera con Alemania, así que los soldados no tardaron en llegar. Les quitaron la casa, les quitaron la imprenta. Dos de sus hermanos mayores huyeron, uno acabó prisionero de guerra y no recobró la libertad hasta 1945. Otro, que tenía discapacidad, sobrevivió a la eugenesia nazi gracias a sus habilidades como fotógrafo. Y sus padres, al principio encerrados en un campo de concentración, resistieron gracias al conocimiento del alemán.
A Adam, sus padres nunca le contaron qué les pasó en el campo de concentración. Asegura que intentaban no decir prácticamente nada para que Adam no hiciese ninguna tontería y le matasen.
A nuestro protagonista le salvaron sus estudios. Gracias a su buena formación, un amigo ingeniero le consiguió trabajo en una fábrica de azúcar. Su tarjeta de trabajo le libró de la violencia nacionalsocialista, pero un día, en el tren, camino del trabajo, sufrió la agresión de un soldado alemán. Su jefe, poco después, le consiguió una habitación al lado de la fábrica para que jamás volviera a coger ese tren. Mientras estuvieron los nazis, Adam trabajó en la factoría de azúcar. Era, por cierto, azúcar de remolacha.
¿Qué ocurrió con los judíos? ¿Cuándo se enteró Adam de que los asesinaban? Colgados de la espalda del Milslinski, podemos viajar a aquel día de los años treinta. Estamos en la carretera sin apenas asalto de aquel pueblecito y, de repente, vemos pasar autobuses cargados de gente. ¿Quiénes son? ¿Adónde los llevan?
De repente, todo se acabó. La guerra llegó a su fin. Lo sabían muy pocos, aquellos que disponían de una radio clandestina. Adam se enteró estando con su hermana. Vieron a dos soldados alemanes que, montados en un coche, regresaban a Berlín. Llevaban alcohol encima. Dos botellas de licor color del oro.
Mientras haya locos, puede haber más guerras
Adam es hijo de la Primera Guerra Mundial, vivió la Segunda y llegó a España en la posguerra. Jamás imaginó que viviría tantos años seguidos en democracia. No lo hizo hasta 1975, cuando ya tenía 54 años. Le preguntamos por sus expectativas, por la polarización del debate público, por el futuro de las naciones. ¿Habrá más guerras? Mientras haya locos, dice, esa posibilidad no se puede descartar.
A mediados de los cuarenta, harto de nazis y comunistas, Adam emigró a la Alemania occidental. Quería estudiar, ser libre. Tras un tiempo en Hannover, donde empezó Arquitectura, recaló en España gracias a una Organización Católica Universitaria, que se dedicaba a dar cobijo y estudios a los jóvenes que vivían en países ocupados por el comunismo: Rusia, Polonia, Ucrania, Hungría… Así llegó a Madrid, a una residencia de la calle Donoso Cortés. Quizá esperaba otro paisaje, pero la Escuela de Arquitectura estaba en la Ciudad Universitaria, cuyo aspecto todavía tenía más de trinchera que de universidad.
Llevamos casi una hora de charla con Adam, que se emociona al recordar a sus amigos desaparecidos. Todos se han ido. Algunos por edad, otros por culpa de la guerra. Cuando mira las fotos, se le humedecen los ojos. Con algo de dificultad, introduce un pañuelo por debajo de la mascarilla para secarse las lágrimas.
Esta conversación termina en el cosmos, en la vida después de la muerte, en la fe de Adam. Se pregunta dónde está el principio y reconoce que cuando reza le pide a Dios morir sin sufrir.
Adam Milslinski, nacido en Polonia en diciembre de 1921. Vivo, en Pamplona, en septiembre de 2020, año de la pandemia.