Después de la purga en su gobierno para quitar a los pocos que se atreven a decir que quizá se les está yendo la cosa de las manos, queda la tamborrada de ayer, el recurso a la amenaza, el afán de convertirse en el Espartaco de una causa en la que no valen leyes supremas, sino una Constitución que no contempla este baile de la yenka en el que Puigdemont ha convertido el independentismo.
Está llegando un momento en que aquel tipo que venía a sacar a Cataluña de España la está acercando más.
Y lo que era un político puesto allí para ser manejado por otros se está quedando en un Mr. Bean que ya no maneja nadie y hace el ridículo a lo grande, como si se creyese el anuncio ese del fuet en el que un abuelo le decía al nieto: “Algún día todo esto será tuyo”.
Puigdemont se compromete a hacer posible el voto decisivo en el referéndum del 1 de Octubre, que es como escuchar a don Quijote decir que se compromete a ponerle a Sancho Panza un jacuzzi en la Ínsula Barataria. Todo es de una ficción tan extrema, tan lisérgica, tan tozuda, que está marcando un nuevo récord en la historia de las farsas políticas.
Y en ese terreno no fácil es labrarse un nombre propio, pues está lleno de psicópatas capaces de nombrar emperador a su caballo. Así que hay que demostrar que uno puede estar aún más tronado. Puigdemont, en un golpe de audacia, ha llegado a generar a su alrededor una pregunta compleja: ¿A este hombre hasta dónde hay que interpretarlo? Eso no lo consigue cualquier pelmazo.
Hay que estar muy entrenado en decir muchas veces una cosa y la contraria para levantar tanta sospecha. Puigdemont y los suyos han conseguido que en la gran Cataluña que están fingiendo sólo quepan la mitad de los catalanes, lo cual es una vía de agua que los deja en muy mal lugar. Pero aún así insisten en tocar el piano de la independencia sólo para los convencidos, apuntalando el estado de excepción que Cataluña mantiene con la realidad.
Puigdemont está metido en la psicodelia hasta las trancas. Como se descuide va a pasar a la posteridad no exactamente por sus enredos políticos, sino por formar parte de una generación a la que se les fue la olla. Pienso en Jim Morrison, en Frank Zappa, en Jethro Tull. Es decir, en aquellos que optaron por la vía del viaje interestelar en noches salvajes.
Carles Puigdemont, mientras abandera una causa que cada vez parece que importa a menos ciudadanos, visibiliza un problema que cada vez afecta a más gente.
Hay que concederle ese mérito.
Es una cosa muy loca.