Aunque hoy en día parece imposible pensar en someterse a cualquier tipo de operación quirúrgica sin recibir la anestesia, hace menos de doscientos años los pacientes padecían un auténtico suplicio cuando debían ser operados. De hecho, en las primeras décadas de 1800, en The Old Operating Theatre, una de las salas de operaciones más antiguas de Europa que aún hoy se conserva en London Bridge, morían dos de cada tres pacientes, según los datos proporcionados por el museo edificado en ese mismo espacio.
Antes de la aparición de la anestesia, la cirugía y, en general, toda la medicina, carecía de las garantías actuales.
Previamente a los primeros usos documentados en el s. XIX del éter como anestésico, desde los tiempos de la antigua Mesopotamia se recurrió al uso de diversas hierbas y sustancias anestésicas, como el opio o el cannabis.
En la Edad Media se produjeron ciertos avances, principalmente, gracias a la aportación de la medicina del mundo árabe. De hecho, el primer manual ilustrado sobre cirugía, fue publicado en el año 1.000 por el médico andalusí Abu al-Qasim al-Zahrawi. En él describían métodos anestésicos como la inhalación de las sustancias narcóticas impregnadas en una esponja mojada que se colocaba bajo la nariz del paciente.
No obstante, durante varios siglos se continuó recurriendo a otros métodos mucho menos ortodoxos como la anestesia por hipoxia cerebral característica de la Italia del siglo XVII. El método consistía en asfixiar al paciente para cortar el suministro de oxígeno al cerebro hasta que perdía el sentido. Entonces se procedía a la operación. Otros médicos llegaban incluso a golpear la cabeza del paciente para que quedara inconsciente.
Sin embargo, ninguno de estos cuestionables métodos analgésicos o anestésicos era suficiente para frenar las cifras de muerte durante la cirugía o por una infección postoperatoria.
No fue hasta diciembre de 1844 cuando el ilusionistaestadounidense Gardner Quincy Colton aprovechó uno de sus espectáculos itinerantes para realizar una demostración con los efectos de la inhalación de óxido nitroso. La casualidad quiso que entre el público se encontrara Horace Wells, un dentista interesado en las innovaciones médicas para el ejercicio de su profesión.
A la mañana siguiente, el interés de Wells le condujo a someterse a un experimento durante el cual su colega John Riggs le extrajo uno de sus propios dientes tras de haber inhalado el gas. El resultado fue sumamente exitoso. No sintió dolor.
Así pues, el dentista comenzó a experimentar con el óxido nitroso que fabricaba en su consulta hasta que, finalmente, se decidió a compartir su descubrimiento en la Facultad de Medicina de Harvard. Pero por alguna razón, el anestésico no funcionó y Wells perdió la atención y el interés de sus colegas.
No obstante, el doctor William Norton, uno de los discípulos de Wells, prosiguió con las investigaciones en esta línea. Solicitó ayuda a su profesor de química en Harvard, Charles Jackson, para mejorar la técnica y el gas utilizado, de tal manera que, cuando el 16 de octubre de 1846, le invitaron al Hospital General de Massachusetts para realizar una demostración ante una gran audiencia, consiguió que la anestesia funcionara.
La noticia del descubrimiento corrió como la pólvora, y en diciembre de ese mismo año, ya se estaba poniendo en práctica en las salas de operaciones del Reino Unido, al otro lado del charco. De hecho, la aparición de la anestesia supuso toda una revolución, motivo por el cual la medicina ha avanzado mucho más en los últimos dos siglos que en toda la historia anterior.