La sociedad entre de los años 60 y 70 es muy diferente a la actual y las personas que crecieron durante esos años disfrutaron de una serie de experiencias y aprendizajes diferentes a los que tienen los niños y adolescentes actuales. La revista Global English Editing señala que esta experiencia les han permitido crecer con unos determinados valores y habilidades que hoy se pueden considerar hasta raros. No se trata de romantizar el pasado ni de descartar los avances actuales, sino de comprender su valor y darle un pequeño espacio a la nostalgia.
No existía la gratificación instantánea. No existían teléfonos inteligentes para proporcionar respuestas inmediatas, y cuando queríamos ver un programa, teníamos que esperar a que se emitiera en la televisión. No existían plataformas de streaming para ver en maratón nuestras series favoritas en el momento en el que quisiésemos. Se trabajaba en el arte de la paciencia. Se aprendía a esperar, a anticipar, y en el proceso, que no todo en la vida llega de inmediato.
Más allá de lo práctico, representaban un acto de cuidado y dedicación: tomarse el tiempo para escribir, expresar sentimientos y esperar una respuesta, fortalecía los vínculos. Hoy, esa conexión personal se ha perdido en gran parte con la mensajería digital.
Los barrios eran comunidades reales, donde los vecinos se conocían, se ayudaban y se preocupaban unos por otros. Se dejaban las puertas abiertas y los niños jugaban juntos en la calle. Esa convivencia enseñaba valores de solidaridad y pertenencia que hoy parecen diluirse en un mundo más individualista.
La gente también aprendía a arreglar lo que se rompía, desde juguetes hasta ropa. Este hábito fomentaba la creatividad, la autosuficiencia y el respeto por los objetos, frente al consumo desechable actual. Del mismo modo, las conversaciones eran cara a cara, lo que desarrollaba habilidades sociales, empatía y una comprensión más profunda entre las personas.
Además, la infancia transcurría en el aire libre, con juegos en la naturaleza, contacto con el entorno y libertad para explorar. Sin pantallas ni sobreprotección, los niños aprendían mediante la experiencia directa, desarrollando una relación más saludable con el entorno.
La vida era más simple, con menos cosas, pero más significado en lo cotidiano: disfrutar de un juego, una comida en familia, o leer un libro. Finalmente, la falta de comodidades o soluciones rápidas forjaba una resiliencia importante: enfrentarse a los retos y aprender de ellos sin rendirse fácilmente.