Ante la imposibilidad de llevar a las ondas lo mejor de las cinco temporadas, las frases inolvidables de Walter White, las expresiones “pinkmanianas” y sus incontables e imborrables “bitch” y “yo”, la tensión y el miedo que siempre produjeron los enemigos de la pareja protagonista, qué mejor que volver la vista atrás y recordar cómo empezó todo. Viendo a Walter en su salón, celebrando su cumpleaños mientras siente que su vida es un insoportable conjunto de obligaciones en las que el talento se diluye por culpa de alumnos insolentes y jefes despóticos, resulta sorprendente observa al Walter White que la semana pasada estaba frente a la barra de un bar en medio de la nada, cansado, esperando…
Series malas hay unas cuantas, series decentes hay muchas, series buenas muy pocas. Y por eso, cuesta mucho despedirse, y aceptar que sí, que todo se acaba. Porque cuando una serie, o un libro, en menor medida una película, terminan los espectadores se encuentran con dos problemas: el primero, que esos personajes, esa historia y ese ambiente que te comprometió con el televisor te dice adiós, y te deja ahí, sólo y abandonado, con tus sentimientos, sin posibilidad de réplica, de cambio, de reconquista. El segundo, la dificultad de encontrar otra historia que llene ese hueco, que esté a la altura de la producción, que cubra la dosis necesaria de excelencia televisiva que todos buscamos. Supongo que, como a la hora de enamorarse y encontrar pareja de nuevo, habrá que esperar a que el tiempo cure la herida, y podamos consolarnos con revisonarla cuando la nostalgia nos invada. Pero mientras duró, fue algo simplemente maravilloso. Gracias Vince, gracias AMC.