Esas llamadas a cualquier hora
Por el profesor y escritor Javier Arias Artacho
La Ley General de Telecomunicaciones del pasado año llenó de optimismo a los ciudadanos de a pie: las empresas domiciliadas en España ya no podrían realizar llamadas con fines comerciales o de publicidad sin el consentimiento previo y expreso de la persona destinataria. La noticia parecía abrir un horizonte de esperanza a ese rosario de llamadas inesperadas, innecesarias y, por supuesto, no deseadas. Sin embargo, al parecer, hecha la ley, hecha la trampa, porque esos intrusos incansables continúan llamando a tu vida, a veces desde Latinoamérica, Dinamarca, Londres o desde donde sea, acomodando la ley en la estantería de las tomaduras de pelo.
Ignoro qué tipo de expectativas manejan los teleoperadores, pero si se trata de clientes como yo, se enfrentan a un muro infranqueable. Un muro que se ha ido solidificando a fuerza de llamadas inútiles y experiencias de vida. Cada vez que uno de estos números llega a mi teléfono, y a cualquier hora, tengo dos principios fundamentales para rechazarlos: “nadie da duros a cuatro pesetas” y “no veo por qué crear una necesidad cuando yo no la tengo”. Es cierto que los atiendo. Pero he aprendido a despacharlos casi sin escucharlos. Les digo: “lo siento, discúlpame, pero no te quiero hacer perder el tiempo”. Y luego corto. En algunos casos, aun les da tiempo para preguntarme: “¿es que no quieres pagar menos por tal o cual servicio? ¿Es que no quieres que te hagamos un regalo? Al escucharlos, siento la curiosidad por saber cuántos cándidos caen en esos cantos de sirena y presumo que, evidentemente, es algo que les debe funcionar. De no ser así, ¿por qué insistir una y otra vez con lo mismo?
Entonces llego a dos conclusiones: ¡cuán fácil es embaucar a unos cuantos con el timo de la estampita! Y al mismo tiempo, ¡cuán desesperados deben estar esos teleoperadores para soportar un trabajo que merma la voluntad y la autoestima con constantes muros de hormigón como yo. A veces reflexiono si lo podría hacer de otra manera, pero creo que la mejor opción es disculparse rápidamente, asumiendo la dignidad de quien está del otro lado, pero después poner pies en polvorosa.
Queridos amigos, no dejo de preguntarme de dónde obtienen mi número de teléfono y, al mismo tiempo, constato qué difícil es controlar todo esto. Quizás, el poder está en nosotros, los ciudadanos, los únicos que podemos hacer prevalecer nuestro criterio negándonos a atender esas peroratas de márquetin barato. Pero me da la impresión de que siempre hay un roto para un descosido y que el mundo está lleno de tontos útiles.